Los pies del Señor, por los que Él avanza hacia la humanidad

un hombre que había sido llamado a la verdadera hidalguía ante Jesucristo, y con otro que la abandonó como un cobarde. Aquel que desertó arrojó su escudo a los pies del Señor y dejó su espada a su lado, rompiendo las promesas sagradas que había hecho.

El escudo representaba la fe honrada con la que debía defenderse de los enemigos del alma. Los pies del Señor, por los que Él avanza hacia la humanidad, representan el gozo con que atrae a cada persona y la paciencia con la que la sostiene. Ese hombre arrojó el escudo cuando entró en el santuario interior pensando: “Obedeceré a quien me dice que aproveche los gustos, que me permite entregarme a lo que agrada a mis sentidos”. Así dejó la fe que debía custodiar, prefiriendo su gusto egoísta al servicio del Señor, queriendo más a la criatura que al Creador.

Si hubiera creído de veras que Jesucristo es todopoderoso, juez justo y dador de recompensa eterna, no habría codiciado otra cosa más que Él, y no habría temido a nada más que a Él. Pero despreció su fe, porque no buscó agradarle ni estimó su paciencia.


Luego dejó caer también la espada, que representa el santo temor que deben llevar en sus obras los verdaderos caballeros de Dios. El costado del Señor significa el amparo con el que Él protege a sus hijos para que nada perjudique sus almas y no reciban pruebas superiores a sus fuerzas. Pero este hombre arrojó ese temor, sin reflexionar en el poder de Cristo ni valorar su amor y su paciencia, como si dijera: “Nada me importa tu defensa. Lo que poseo lo conseguí por mis actos y por mi linaje”.

Así rompió su compromiso. La verdadera promesa que un hombre hace a Dios son actos de amor: todo cuanto hace, hacerlo por amor a Él. Este traidor puso ese amor a un lado y lo cambió por amor propio, prefiriendo su egoísmo a lo venidero y al gozo que Dios prepara.

De ese modo se apartó del Señor y se salió del santuario de la humildad. El cuerpo del cristiano gobernado por la humildad es morada de Cristo; cuando está gobernado por el orgullo, deja de serlo y se convierte en dominio del enemigo, que lo conduce a deseos terrenales. Habiendo abandonado la humildad y despreciado la fe y el santo temor, marchó engreído a los campos del vicio, alimentando apetitos desordenados y creciendo en culpa.

Cuando llegó el final de su vida y el alma salió del cuerpo, los demonios se apresuraron a recibirlo. Se oyeron tres voces en su contra. La primera dijo: “¿No es este el que dejó la humildad y nos siguió en la soberbia? Si pudiera subir aún más en su engreimiento para superarnos, lo haría”. El alma respondió: “Yo soy”. Y la justicia contestó: “Esta es tu paga: descenderás de demonio en demonio hasta la parte más baja del castigo. No escaparás de ninguno, pues cada uno conoce el tormento que corresponde a cada pensamiento y obra vana; compartirás la malicia de todos ellos”.

La segunda voz clamó: “¿No es este el que abandonó el servicio que prometió a Dios y se unió a nuestras filas?”. El alma respondió: “Yo soy”. Y la justicia sentenció: “Quien imite tu conducta añadirá a tu propia pena la suya. Golpeará tu alma como una herida nueva, y así vivirás: dolor sobre dolor, llaga sobre llaga, sin respiro, con la aflicción renovada una y otra vez”.

La tercera voz dijo: “¿No es este el que cambió al Creador por criaturas, y el amor debido a Dios por su propio egoísmo?”. Y la justicia respondió: “Así es. Se abrirán dos abismos: por el primero entrará en ti todo castigo ganado por cada falta, desde la menor hasta la mayor, porque preferiste la lujuria a tu Señor. Por el segundo entrarán vergüenza y sufrimiento sin alivio, ya que te buscaste a ti en lugar de buscarlo a Él. Nunca recibirás consuelo divino, y la vida que ahora tienes durará sin fin en el dolor porque todos los santos se apartaron de ti”.

Queda así claro cuán desgraciados serán quienes desprecian a Jesucristo y cuán grande es el tormento que compran a cambio de un placer tan breve.

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