Su ángel de la guarda la levantó y la miró con seriedad compasiva

 

Clara llevaba tiempo confesándose de manera sacrílega.

 Le daba vergüenza decir sus faltas más graves, y cada vez ocultaba más. El peso interior crecía y el alma se le iba quedando inquieta.

Una mañana despertó sobresaltada, sobre una piedra fría dentro de una cueva que nunca había visto. A lo lejos se escuchaban gritos y lamentos que parecían venir de todas partes. Se incorporó con temor y vio figuras horribles, con apariencia humana, pero retorcidas y burlonas.

Unas discutían como quienes nunca reconocen su culpa; otras se empujaban entre sí provocándose daño. Más adelante, varias criaturas lanzaban piedras a un grupo de personas que corría desesperada. Cada piedra que alcanzaba a alguien lo deformaba y lo hacía perder la razón. Cada escena parecía mostrar el resultado de las faltas ocultas y de la vergüenza que niega la verdad.

Clara quiso gritar, pero la voz no le salía. Solo pudo susurrar:

—Jesucristo, ayúdame… por favor…

En ese momento sintió que algo la sujetaba con firmeza y cariño. Su ángel de la guarda la levantó y la miró con seriedad compasiva.

—No temas —le dijo—. Esto que has visto refleja lo que sufre un alma que calla lo que debe decir. El remedio está cerca de ti. Ve a confesarte bien, sin ocultar nada. Solo así encontrarás paz.

En un instante la cueva desapareció y Clara volvió a abrir los ojos en su propia cama, con la luz del día entrando suavemente. Comprendió que aquello había sido un aviso dado por misericordia.

Aquel mismo día fue al confesionario y habló con total sinceridad. Y al salir, sintió una calma profunda que hacía tiempo no conocía..

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