1874, Juan de la Torre, Sierra de Valdejimena
Juan era un muchacho del campo, criado entre montes, obediente y temeroso de Dios. Una tarde se extravió mientras buscaba unas ovejas que habían huido barranco abajo. El bosque se volvió silencioso, y al avanzar entre pinos torcidos encontró a un ser repugnante, de figura humana mezclada con animal, que sostenía un pergamino envejecido.
Aquel espíritu le habló con voz áspera, prometiéndole riquezas, favores y dominio, con tal de que estampara su firma. Juan, asustado, tomó el pergamino con manos temblorosas. En el instante en que iba a acercar la pluma, una voz suave y firme resonó junto a su oído:
—Antes de hacerlo, déjame mostrarte lo que esos seres provocan.
Era su ángel custodio, enviado en recompensa a tantas oraciones de su madre. Tomó al joven del brazo y lo condujo hasta una columna de piedra cubierta de líquenes. Apenas la tocaron, el aire cambió, y una visión se abrió ante ellos como si el monte se rasgara.
Juan vio una muchedumbre de espíritus perversos, algunos montados unos sobre otros con figura de serpientes; ministros con varas en la mano, y otros incrustados dentro de cuerpos humanos. Cuando callaron los tambores y los pífanos, un pregonero gritó:
“El príncipe del abismo manda que todos velen y abran bien los ojos. Se ha escapado un espíritu dañino llamado Escandaloso. A quien lo entregue, gran premio; a quien lo esconda, desprecio público.”
La multitud avanzó y todo empezó a estremecerse. Se escuchaban lamentos, quejas, rezongos confusos:
“¡Avisad a los de arriba! ¡Ese espíritu anda libre!”
Siguió un revuelo terrible. Entraron el interés desmedido, la apariencia engañosa, la hipocresía, la malicia, la avaricia, la sequedad del corazón, la maldición y el juramento temerario. Unos diablillos recién llegados mostraban descaro y atrevimiento. Otros, de aspecto afeitado, parecían mujeres pero actuaban como hombres, escondidos bajo figura mansa, tolerando faltas graves por fiarse de su apariencia tierna.
No lejos, otros fabricaban fuelles para agitarlo todo: perturbaban la calma, levantaban el polvo de asuntos ocultos y los convertían en murmuración pública. El soplo de sus fuelles abría oídos cerrados y afilaba lenguas maliciosas.
Había también burlones que tapaban los ojos de príncipes y señores, haciéndoles olvidar asuntos vitales para la paz y la salvación del alma, moviéndolos solo hacia faltas y risas frívolas.
Más allá, se veían espíritus con faldillas menores, rostros descarados, pavoneándose con su insolencia y atrayendo miradas para provocar caída ajena.
La visión fue tan viva que Juan soltó el pergamino. El ángel lo miró con serenidad:
—Esto esperaba que vieras. Firmar ese pacto te uniría a todo aquello que acabas de contemplar.
El joven retrocedió, estremecido. El espíritu maligno estalló en gritos, pero se desvaneció con fuerza, derrotado por la gracia que acompañaba al muchacho.
Juan regresó a su hogar al amanecer. Al ver a su madre en oración, cayó de rodillas y le besó las manos, comprendiendo que sus ruegos lo habían protegido en el momento decisivo.
Si deseas, puedo continuar con una segunda parte donde Juan relata lo sucedido a su párroco o donde el espíritu escapado vuelve a intentar engañarlo.

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