en una ciudad de España vivía un hombre muy rico que tenía un hijo aficionado al juego. Este joven no apostaba dinero en efectivo, sino mediante cédulas o pagarés, lo cual hacía que no sintiera el peso real de lo que perdía, pues no veía el dinero desaparecer ante sus ojos. Su padre, por cariño, acostumbraba pagar las deudas del muchacho cada vez que los acreedores llegaban con los documentos del juego: unas veces de doscientos, otras de trescientos ducados.
Pero un día la situación cambió. El hijo perdió doce mil ducados, suma enorme para la época. Cuando los acreedores presentaron las cédulas, el padre, viendo el desperdicio y el daño que eso causaba, dijo indignado:
“Mi hijo ha jugado doce mil ducados, ¿y cuándo sabrá ganarlos? Ni siquiera sabrá contarlos. No los pagaré, que venga él mismo a contarlos.”
El joven, al saberlo, fue a hablar con su padre y le pidió que pagara, alegando que su reputación dependía de ello. El padre aceptó que los contara, y mandó traer veinticuatro sacos de quinientos ducados cada uno, que vació sobre una mesa hasta formar un gran montón de oro. Cuando el muchacho vio aquella montaña de dinero, quedó paralizado y dijo con asombro:
“¿Todo esto he jugado yo?”
El padre respondió: “Sí, todo. ¿Qué fortuna podría resistir tanto despilfarro? Si sigues así, pronto acabaremos en el hospital.”
Avergonzado, el hijo comprendió al fin la magnitud de su vicio y exclamó:
“Hasta aquí llegó el juego para mí. No volveré a mirar ni tocar las cartas. Quien me invite a jugar será mi enemigo.”
Desde ese día no volvió a apostar jamás, cambió de vida y se corrigió. El narrador concluye: “Más vale tarde que nunca.”

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