El joven hablaba de cosas que ningún campesino podría saber:

 

Se cuenta que un grupo de ladrones asaltó a un joven campesino que viajaba solo por un camino solitario. Lo golpearon brutalmente, le robaron todo y, al verlo ensangrentado y sin moverse, lo dejaron por muerto a la orilla de un río. Pero el muchacho seguía vivo. Su respiración era débil, su corazón apenas latía, y en ese momento entre la vida y la muerte, un demonio se acercó y entró en su cuerpo.

Desde entonces, el joven volvió a caminar, pero ya no era el mismo. Su voz había cambiado, su mirada parecía de otro mundo, y sus gestos eran fríos, como si en él habitara alguien más. Aquella noche, el espíritu maligno que lo poseía buscó a los ladrones que lo habían dejado tirado, y uno por uno, los mató con una fuerza inhumana, sin dejar testigos.

Los familiares, al saber que lo habían visto con vida, fueron a buscarlo. Al encontrarlo, se llenaron de alegría, pero esa alegría se volvió espanto. El joven hablaba de cosas que ningún campesino podría saber: describía con precisión cómo se movían las estrellas, cómo giraba la luna y cómo el sol obedecía un orden invisible. Decía que había visto el origen de los astros y que conocía los secretos del cielo. Su voz sonaba grave y distante, como si hablara desde otro tiempo.

Los suyos, horrorizados, comprendieron que no era él quien hablaba, sino otra cosa que lo dominaba. Entonces corrieron a buscar al obispo de la región y le rogaron que interviniera.

El obispo acudió de inmediato y, al ver al joven, sintió que la presencia que lo habitaba no era humana. Lo miró fijamente y le preguntó con calma:

—Dime, hijo… ¿cómo sabes tú cómo se mueve la luna en el cielo?

El demonio, hablando desde dentro del cuerpo del joven, respondió con una voz burlona y profunda:

—Porque yo vi cuando fue creada.

En ese instante, el obispo levantó su mano e hizo la señal de la cruz. El demonio lanzó un grito espantoso y salió del cuerpo del joven como un relámpago, desapareciendo con un viento helado. El muchacho cayó al suelo, inconsciente, pero esta vez libre.

Cuando despertó, lloró sin entender lo que había ocurrido, y el obispo oró sobre él, dándole la bendición. Todos los presentes dieron gracias a Dios, porque habían sido testigos de cómo la cruz de Cristo venció a un espíritu que decía haber visto nacer la luna y los astros.

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