Según explica Petrus Randen en su comentario al capítulo 2 de san Mateo, el espíritu maligno es enemigo del ser humano, autor de todo mal, principio de la maldad, contrario a todo bien, peste y corrupción del mundo.
Nada bueno puede esperarse de un espíritu semejante ni de quienes ponen su confianza en él.
La majestad divina de Cristo vino precisamente para destruir a este enemigo y a sus seguidores.
El mismo espíritu maligno lo reconoció, como se lee en Mateo 3, cuando exclamó: “¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a perdernos?”
Y nuevamente en Mateo 1:24, donde dice: “¿Has venido antes de tiempo para perdernos?”
Es como si dijera: “Te has adelantado a destruirnos. ¿Qué tenemos que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a quitarnos nuestro dominio?”
De todo esto se concluye claramente que solo la majestad de Cristo, junto con sus ministros y las ceremonias establecidas por la Santa Madre Iglesia, tienen verdadera eficacia para deshacer las obras del espíritu maligno.
Para comprenderlo aún mejor, basta atender lo que narra san Lucas en los Hechos de los Apóstoles 19:15.
Había un judío llamado Esceva, que tenía siete hijos.
Estos, semejantes a los “santiguadores” y hechiceros de ciertos tiempos, hombres de mala vida, quisieron realizar prodigios utilizando el santísimo nombre de Jesús y el de san Pablo.
Comenzaron a conjurar a un endemoniado, pero el espíritu maligno se volvió contra ellos y dijo:
“A Jesús lo conozco, y sé quién es Pablo; pero vosotros, ¿quiénes sois?”
Es decir: “Conozco a Jesús, sé quién es Pablo, pero vosotros, miserables pecadores, ¿cómo os atrevéis a mandarnos?”
Y dicho esto, el espíritu maligno —por medio del poseído— arremetió contra ellos, los derribó y los dejó heridos, provocando gran temor y ejemplo entre los fieles.

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