La memoria de la muerte

 

La memoria de la muerte mueve a quienes viven en los monasterios a ejercitarse en trabajos y austeridades, y les despierta un dulce deseo de soportar injurias por amor de Dios.

A quienes viven retirados, apartados de los cuidados del mundo, los impulsa a dedicarse a una oración continua y a una vigilancia muy cuidadosa de sus almas. Estas virtudes son a la vez madres e hijas de esta consideración, porque nacen de ella y, al mismo tiempo, la fortalecen.

Cuanto más libre está el hombre de pasiones y preocupaciones, tanto más dispuesto se halla para pensar en la muerte; y cuanto más piensa en ella, más se desapega de todo lo demás.

Así como es clara la diferencia entre el estaño y la plata para quien sabe algo de metales —aun teniendo cierta semejanza—, así también se distingue para los prudentes la diferencia entre el temor natural de la muerte y aquel que no procede de la naturaleza, sino de los pecados.

Una de las grandes señales de cuánto aprovecha esta memoria es la renuncia a la propia voluntad y la pérdida de la afición a las cosas visibles.

Es digno de alabanza quien espera la muerte cada día, pero es santo quien la desea a cada hora.

No todo deseo de la muerte es bueno: algunos, vencidos por la fuerza del hábito, pecan continuamente y, por humildad, desean morir para no caer más; otros, rehusando hacer penitencia, buscan la muerte con desesperación; y otros, movidos por la caridad, anhelan dejar este cuerpo para unirse con Cristo.

Algunos se preguntan por qué, siendo tan provechosa la memoria de la muerte, el Señor no quiso que conociéramos su hora. No consideran cuán maravillosamente ordenó esto para nuestro bien: si cada uno supiera el momento exacto de su partida, casi nadie recibiría el bautismo a tiempo ni entraría en religión, pues muchos gastarían su vida en culpas y sólo al acercarse la hora buscarían enmendarse.

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