En los tiempos antiguos, un arzobispo piadoso llamado Enrique de Reims, hermano del rey de Francia, viajaba con su séquito visitando las iglesias de su diócesis. Era un hombre de oración constante, conocido por su humildad y por llevar siempre paz donde llegaba.
Una tarde calurosa, después del almuerzo, el arzobispo se retiró a descansar bajo la sombra de unos árboles. Algunos soldados también se acomodaron para dormir un poco. Entre ellos había uno que, exhausto, cayó en un sueño profundo con la boca entreabierta
El padre Ebaudo, sacerdote que acompañaba al arzobispo, rezaba su rosario en silencio cuando notó algo inquietante: el soldado comenzó a murmurar palabras sin sentido, se levantó lentamente y, aún dormido, empezó a caminar como si fuera sonámbulo.
Los hombres intentaron detenerlo, pero el sacerdote los contuvo:
—No lo toquen —dijo—. Algo espiritual está ocurriendo aquí.
El soldado caminó hasta un bosque cercano y, sin vacilar, se adentró en una cueva oscura, desapareciendo en su interior. Los presentes dudaron si seguirlo, temiendo algún peligro, cuando de pronto el arzobispo Enrique se levantó del descanso con el rostro pálido.
—¡Rápido! —exclamó—. He tenido un sueño. Vi a uno de nuestros hombres caminar dormido hacia una cueva, y allí el enemigo lo acecha. Debemos ir ahora mismo.
Guiados por una luz interior que el arzobispo reconoció como divina, tomaron antorchas y se dirigieron hacia el bosque. Al llegar a la entrada de la cueva, el arzobispo se detuvo a orar:
—Señor Jesús, que diste vista a los ciegos y vida a los muertos, líbranos de los engaños del maligno.
Entraron con cautela y encontraron al soldado arrodillado, aún dormido, frente a una figura luminosa que fingía ser un ángel, pero cuya mirada estaba llena de orgullo. El arzobispo lo reconoció de inmediato: no era un mensajero de Dios, sino un demonio disfrazado de luz.
—¡Apártate, espíritu de mentira! —ordenó el arzobispo—. ¡Por la Sangre de Cristo, retrocede!
La figura lanzó un grito agudo y se desvaneció entre sombras. El soldado cayó al suelo, despertando sobresaltado.
—¿Dónde estoy? —preguntó confundido.
El padre Ebaudo se acercó y le dijo con ternura:
—Estás a salvo, hijo. El Señor te ha librado de un gran engaño.
El soldado, aún temblando, relató su sueño:
—Caminaba por un largo sendero y crucé un puente de hierro sobre un río oscuro. Al otro lado me esperaba una luz... pero sentí que esa luz me quemaba el alma.
El arzobispo comprendió entonces que el demonio había intentado arrancar el alma del cuerpo del soldado usando el sueño como puerta.
—El alma no vaga libremente —le explicó con firmeza—. Solo Dios tiene poder para separarla del cuerpo. El enemigo quiso engañarte, pero Cristo te ha protegido.
Allí mismo, Enrique levantó la cruz que llevaba en su pecho y rezó:
—Señor Jesús, disipa las tinieblas de esta cueva y de nuestros corazones. Que tu luz verdadera venza toda ilusión del maligno.
En ese instante, un suave resplandor llenó el lugar, y todos sintieron una gran paz. Un ángel de Dios apareció brevemente, diciendo:
“El enemigo quiso confundir, pero la oración y la fe del siervo de Cristo lo han vencido. Que este suceso sea recordado para que los hombres sepan que solo en Jesús hay verdad y salvación.
El arzobispo y sus hombres salieron de la cueva en silencio, conmovidos. Desde entonces, dondequiera que Enrique predicaba, recordaba aquel milagro como una lección:
> “El demonio puede disfrazarse de luz, pero solo Cristo ilumina sin sombra.”

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