Alheide, religiosa de gran penitencia, se hallaba un día asomada a la ventana del convento cuando el demonio apareció sobre el brocal del pozo y le echó las garras al cuello. Ella cayó desmayada, y al volver en sí, el maligno se le presentó de nuevo con palabras halagadoras, instándola a abandonar la vida de ayuno, pobreza y mortificación, ofreciéndole un esposo rico y placeres mundanos. Pero Alheide lo rechazó con firmeza, declarando que nunca más sería su esclava. Entonces el demonio, furioso, arrojó contra la pared una sustancia negra y pestilente que manchó su ropa.
Desde aquel día no cesó de atormentarla con apariciones y tentaciones. Algunas monjas le aconsejaban usar agua bendita o la señal de la cruz, pero el espíritu volvía. Hasta que una anciana le dijo que, cuando se le acercara, dijera el Ave María en voz alta. Al hacerlo, el demonio huyó como herido por una flecha, gritando una maldición contra quien le enseñó tal oración. Desde entonces, aunque aún lo veía, Alheide ya no sentía temor.
Más adelante, aconsejada a hacer confesión general de toda su vida, el demonio intentó detenerla en el camino, preguntándole adónde iba. Ella respondió: “Voy a confundirme a mí y a confundirte a ti.” Confesó todos sus pecados con verdadero arrepentimiento, y el demonio desapareció para siempre, dejando su alma en gran paz, cumpliéndose en ella las palabras de Cristo: “Ve en paz.”

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