El castigo y la vanidad de la arrogancia

Vi un fuego grande y rojo rodeado por un aire tan denso que las llamas no podían respirar. Dentro de ese fuego había innumerables gusanos ardientes que se movían con gran ruido. En ese fuego estaban las almas de quienes habían pecado por arrogancia en vida; se retorcían con tanto dolor que apenas podían respirar, pues el aire sofocante las oprimía. Los gusanos atormentaban sus costados y pies, ya que en vida habían actuado con descaro y presunción, dejándose llevar por la vanidad de sus movimientos y actitudes.

Entonces oí una voz de la luz viva que decía: “Esto es verdad. Quienes pecaron de arrogancia serán purificados con estos tormentos. Pero si los que aún viven desean librarse de ellos, deben resistir las tentaciones del mal, practicar la abstinencia en la comida y bebida, y aceptar la penitencia corporal según la gravedad de sus faltas.”

La arrogancia es inconstante y vacía, porque centra todo su deseo en lo que le agrada sin reconocer a Dios como su verdadero gozo. Es vanidad de vanidades, ya que nunca permanece en nada: cuando una vanidad pasa, otra ocupa su lugar. Lo sagrado, en cambio, permanece para siempre.

El hombre que solo busca satisfacer los deseos de su carne vive en la vanidad. En su infancia se entretiene con juegos; en su juventud se deja llevar por la sensualidad; más tarde reconoce el bien y el mal, y desprecia lo que antes amó. En la vejez se marchita y lamenta el tiempo perdido, sin poder recuperarlo. Así son las cosas humanas: pasan como los bosques que se secan, las flores que se marchitan y la hierba que se corta. Lo que hoy se ve, mañana desaparece; lo que hoy se posee, pronto se pierde; lo que hoy causa risa, mañana traerá lágrimas. Todo en el mundo es vano y pasajero, porque muere y deja de existir, pasando de la grandeza a la miseria, de la riqueza a la pobreza.


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