Tu Padre, tu Maestro y tu Médico es muy fuerte y sereno, pues no se acuerda de nuestros pecados con tal que nosotros nos volvamos a Él. Por eso dice San Agustín: “Sigue mis consejos; en la enfermedad mantente en paz, porque el sufrimiento del cuerpo es medicina para el alma. Si no quieres conocer a Dios por medio del castigo, sabrás que serás castigado tanto en el alma como en el cuerpo”. Esta es una visita de Dios, y por eso debes aceptarla de buen corazón; y si no la tuvieras, deséala con todo tu ser, para que la salud del cuerpo no se convierta en enfermedad del alma.
Ciegos son, dice el santo, aquellos que, siendo puestos por Dios en la pobreza o sufriendo enfermedades, ven a los ricos prosperar en salud, favores y placeres mundanos, y ser honrados por todos, y se quejan y murmuran contra Dios porque no les ha dado salud, riqueza o bienes del mundo como a los impíos. Así dice el profeta Jeremías:
“¿Por qué prospera el camino de los malvados? ¿Por qué les va bien a todos los que hacen el mal?” (Jer. 12,1).
Por eso, el buen consejo al enfermo es no quejarse contra Dios, sino primero ocuparse de recibir la medicina del alma. Esto se hace confesando los pecados y purificando el espíritu antes que el cuerpo.
Así lo enseñó Cristo cuando sanó al paralítico: primero le curó el alma diciéndole: “Se te perdonan tus pecados” (Juan 5), y después le curó el cuerpo diciéndole: “Levántate, toma tu camilla y anda”. Toda acción de Cristo es ejemplo y enseñanza para nosotros.
También conviene animar al enfermo a hacer testamento, disponiendo de sus bienes para honra de Dios. Aunque no deba morir en ese momento, esta prudencia no le hará daño, sino que le será de gran ayuda, tanto para la salud del cuerpo como para la del alma, al estar siempre preparado.
De esto tenemos ejemplo en el Rey Ezequías, quien ofendió a Dios por no haberle dado gracias por la gran victoria sobre sus enemigos, cuando el ángel del Señor, en una sola noche, hirió a ciento ochenta y cinco mil hombres del ejército de Senaquerib, rey de Asiria.
Por haberse mostrado ingrato, Dios envió sobre Ezequías una enfermedad muy grave que lo llevó al borde de la muerte, y mandó al profeta Isaías a decirle:
“Pon en orden tu casa, porque morirás y no vivirás” (4 Reyes 20,1).
Es decir: pon tu casa en orden y prepárate, porque has de morir, y no vivirás.
Cuando Ezequías recibió la amenaza del enemigo, no fue ignorada la divina providencia, es decir, que Dios quiso reprenderlo. Al escuchar Ezequías las palabras del Señor, se volvió hacia el muro y oró con grandes lágrimas y llanto al Señor. Como resultado, Dios lo perdonó. Isaías fue enviado rápidamente desde el palacio de Ezequías, y el Señor le dijo:
“Vuelve y dile a Ezequías, capitán de mi pueblo: he escuchado tu oración, he visto tus lágrimas y te he sanado; vivirás quince años más y lo liberaré de las manos del rey de Asiria, y defenderé tu ciudad”.
Ezequías obedeció al Señor; al tercer día fue al templo a darle gracias y cantó este cántico:
“Dije en medio de mis años: iré a las puertas del sepulcro…”
Así se puede ver cuánto beneficio le trajo la visita de Isaías como mensajero de Dios: obtuvo tres grandes dones: primero, se le aumentaron los años de vida; segundo, fue liberado del poder de sus enemigos; y tercero, permaneció favorecido por Dios en todas sus empresas destacadas.
La tercera enseñanza se refiere a los que visitan a los enfermos y dan limosnas: deben recordar sus necesidades con caridad y compasión. Como dice San Juan en su primera carta (1 Juan 3:17):
“Si alguno tiene bienes de este mundo y ve a su hermano necesitado, y cierra su corazón contra él, ¿cómo permanece en él el amor de Dios?”
Si un rico ve a su prójimo enfermo y necesitado, y no tiene compasión, ¿cómo podrá tener caridad verdadera hacia Dios y hacia los demás? Prácticamente, no tendrá amor ni caridad.
Por tanto, la conclusión de este capítulo es que el médico, antes de curar al enfermo, debe animarlo a la confesión. Los parientes y amigos del enfermo deben confortarlo y alentarlo a padecer por amor a Dios, purgando así sus pecados y aprovechando los frutos de la enfermedad. Luego, aconsejarle hacer testamento y poner en orden sus asuntos. Finalmente, no deben faltar en ayudarlo y socorrerlo con limosnas según la capacidad de cada uno, mientras se ora a Dios con fervor para que se cumpla su voluntad.
Como dice San Jacobo en su carta (Santiago 5:15):
“La oración hecha con fe firme sanará al enfermo”.
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