Una doncella muy ligera, siempre alegre y aficionada a las danzas, murió inesperadamente. Tras su muerte, su espíritu se apareció ante una monja santa, envuelto en llamas y sufriendo tormentos indescriptibles. Su rostro, marcado por el horror, reflejaba el sufrimiento eterno, y sus palabras helaban el alma:
“Por mi amor a las danzas, ahora soy devorada por demonios crueles que me arrancan los ojos sin piedad y clavan mis manos y pies en un madero ardiendo. Cada movimiento que antes me parecía alegría, hoy se ha convertido en tormento; cada paso de baile, en fuego que quema mi espíritu.
La danza, que creí inocente, ha roto el pacto que hice con Dios en el bautismo. Se ha transformado en el canto de los condenados, la puerta abierta al infierno, el mercado del demonio donde se negocia la perdición del alma. Lo que en la tierra parecía diversión, ahora es la ruptura de la paz divina y el veneno de la muerte. Cada melodía, cada ritmo que seguí con placer, se vuelve látigo que me azota sin fin.
Que nadie se engañe: no es la música, sino la idolatría de los sentidos lo que lleva al alma al abismo. No hay excusa; no hay escapatoria. La danza que rompe la unión con Dios es llama que consume, tormento que no cesa y llanto que no se escucha. Observad mi suerte, pues he aprendido demasiado tarde que la alegría sin temor a Dios se paga con eternidad de sufrimiento.”
Su aparición fue tan real y aterradora que la monja, temblando, sintió en su corazón la obligación de advertir a todos: que la vanidad y los placeres mundanos, aunque parezcan inocentes, pueden abrir la puerta a los demonios y arrancar el alma de la gracia divina.

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