Santa Hildegarda fue llevada al purgatorio acompañada por su ángel de la guarda. El camino era oscuro y en la distancia se levantaba una niebla negra que cubría todo el horizonte.
A medida que avanzaban, la santa vio cómo dentro de aquella niebla se encendía un fuego enorme, que lanzaba un humo espeso y pesado, como el que purifica y revela la verdad de todas las cosas.
En medio de aquel fuego y humo se hallaban las almas que, en vida, se habían entregado al pecado de la pereza. Estaban rodeadas de sombras, y sus lamentos eran lentos, como si cada palabra les costara un gran esfuerzo. El fuego las purificaba porque habían dejado apagar en sí el ardor del amor divino; el humo las cubría porque habían oscurecido su alma con la tibieza y la falta de obras buenas; y la niebla las envolvía por la confusión en que vivieron, dejando pasar los días sin buscar el bien ni elevar su espíritu a Dios.
El ángel de la guarda miraba en silencio, y Santa Hildegarda comprendió, por el Espíritu vivo, la justicia de aquel castigo.
Las almas no estaban allí por ignorancia, por haber dejado que el cansancio del alma les robara el deseo de servir al Señor.
Cuando la visión terminó, el ángel la condujo fuera de aquel lugar y la luz volvió a rodearla. Entonces, la santa escribió estas palabras para los hombres, movida por la voz interior que escuchó decirle:
“Estas cosas que has visto son verdaderas. Pero si los que viven aún desean librarse del peso de la pereza y de los castigos que ésta acarrea, deben luchar contra ella con penitencia y esfuerzo. Que no se dejen vencer por la inercia ni por la comodidad. Que ayunen en proporción a su culpa, y que mantengan su alma ocupada en el bien, evitando las ociosidades y las bebidas costosas que adormecen el espíritu. Así, el fuego del amor divino volverá a encenderse en ellos y serán fortalecidos contra la tentación del enemigo.”
Santa Hildegarda concluyó diciendo que quien se abandona a la pereza permite que el alma se hunda en tibieza y mentira. Los espíritus malignos se alegran cuando el hombre deja de obrar, porque ven apagarse en él la llama que alaba a Dios. Pero quien se levanta y lucha contra ese mal, aunque sea con pequeñas obras, vuelve a armonizar su alma con la música del cielo.
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