En tierras alemanas, hacia el año del Señor de 1100, un grupo de monjes avanzaba en silencio por un antiguo bosque que el pueblo consideraba sagrado. Era un lugar temido y venerado, donde los paganos de tiempos pasados habían consagrado árboles a sus divinidades y a los espíritus del bosque, a los que atribuían poderes misteriosos. Nadie osaba cortar una rama ni tocar una hoja, y el simple hecho de adentrarse en aquel sitio estaba prohibido para los profanos.
Los ancianos del lugar decían que en esos bosques —llamados nimidas, palabra que significaba “bosques consagrados”— habitaban seres invisibles, que concedían favores o castigos según se les agradara. Por eso, el pueblo ofrecía sacrificios junto a los troncos, colgaba amuletos de las ramas y pronunciaba palabras de superstición, buscando protección o fortuna.
Los monjes, guiados por la fe, caminaban lentamente, rezando salmos y letanías por la conversión de aquellas almas que aún vivían en el error. El eco de sus voces, unidas en oración, parecía abrirse paso entre los árboles con fuerza purificadora. De pronto, los ruidos del bosque cambiaron: lo que antes era calma se tornó en confusión. Los monjes vieron figuras que se agitaban entre los troncos: los supuestos espíritus del bosque se mostraron tal como eran, deformes y terribles, con rostros desfigurados por la malicia, lenguas ardientes y ojos que lanzaban fuego. Chillaban con furia y se abalanzaban contra los hombres de oración, intentando infundirles miedo.
Pero los monjes no retrocedieron. Uno de ellos levantó la cruz de madera que llevaba al pecho y entonó con voz firme el salmo: “Levántese Dios, y sean dispersados sus enemigos”. Aquel canto resonó por todo el bosque, y una fuerza invisible se extendió como un viento sereno. Las figuras horrendas se disiparon, y en el aire quedó un perfume suave, signo de la presencia divina.
Los aldeanos que se habían acercado, atraídos por los cánticos, contemplaron el prodigio y rompieron en llanto. Muchos cayeron de rodillas, confesando sus faltas y suplicando perdón. Aquel lugar, antaño mancillado por la superstición, fue purificado por la oración.
Los monjes levantaron una pequeña cruz de madera en el centro del bosque, dedicándolo a la Santísima Virgen María. En poco tiempo, allí se construyó un oratorio donde los hombres acudían a rezar el rosario y a encender cirios en honor de la Madre de Dios.
Con el paso de los años, el sitio fue llamado Nimo, nombre que aparece en antiguos documentos de los años 1086 y 1150. Desde entonces, el bosque de Nimo quedó como testimonio de que la gracia de Cristo puede convertir lo que antes fue morada del error en un santuario de oración y paz.
San Barbato de Benevento y el árbol del Voto
Muchos siglos antes de aquellos monjes, vivió en Italia un santo obispo llamado Barbato, en la ciudad de Benevento. En aquel tiempo, el pueblo lombardo ya había recibido el bautismo, pero aún conservaba costumbres paganas. A las afueras de la ciudad, no lejos de sus muros, se hallaba un árbol que los habitantes veneraban como sagrado.
Colgaba de sus ramas la piel de un animal sacrificado, y alrededor de él los hombres realizaban un extraño rito: montaban a caballo y giraban en torno al árbol, clavando sus espuelas al animal para demostrar su fuerza y valor. Luego lanzaban flechas contra la piel colgada y, tras el rito, comían un pequeño trozo de aquella piel como señal de haber cumplido un voto.
Aquel sitio, por esa costumbre, fue llamado “Voto”. San Barbato, horrorizado por tan impía práctica, predicaba incansablemente contra ella. Les exhortaba a abandonar las supersticiones y a adorar sólo al verdadero Dios, creador del cielo y de la tierra. Pero el pueblo, cegado por su necedad y el apego a sus antiguas costumbres, se burlaba del santo y lo rechazaba.
El príncipe Romualdo, aunque respetaba a Barbato, no lograba convencer a sus súbditos. Un día, cuando el príncipe partió a Nápoles, el santo comprendió que era el momento de obrar. Tomó un hacha, se santiguó, y, lleno del Espíritu Santo, marchó hacia el lugar llamado Voto. Al llegar, levantó la mirada al cielo y pronunció una oración ardiente, pidiendo a Dios que destruyera aquel símbolo de idolatría.
Con un golpe firme, comenzó a cortar el árbol sagrado. El sonido del hierro resonaba como trueno. Los pocos que presenciaron el acto quedaron sobrecogidos: cada golpe del hacha parecía hacer temblar el suelo. Cuando el árbol cayó, el santo lo arrancó desde la raíz y lo cubrió con tierra, para que nadie volviera a encontrarlo ni venerarlo jamás.
El pueblo comprendió entonces la fuerza de la fe. Muchos se convirtieron de corazón, confesaron sus pecados y prometieron servir sólo a Dios. Aquel mismo sitio, purificado por la acción del santo, fue luego consagrado al Señor.
Desde entonces, el ejemplo de San Barbato se mantuvo vivo en la memoria de la Iglesia. Su valor mostró que el celo por la verdadera fe no teme al error ni a las antiguas supersticiones, pues cuando Dios habita en el corazón del hombre, toda tiniebla es vencida por la luz de su verdad.
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