“El Abad Hugo y la Destrucción del Cedazo Maligno”

A la puerta del gran monasterio de Cluny llegó un grupo de aldeanos angustiados, pidiendo auxilio al abad Hugo, hombre sabio y respetado por su santidad. Traían el rostro turbado y hablaban todos a la vez, contando que un mago ambulante, vestido con capa oscura y mirada astuta, había pasado por su aldea, jactándose de poseer un método infalible para descubrir ladrones y embusteros.

El hechicero les mostró un cedazo suspendido de unas tenazas, afirmando que aquel artefacto giraba por sí solo cuando se pronunciaba el nombre del culpable. Los aldeanos, sencillos y crédulos, comenzaron a usarlo en sus disputas, señalándose unos a otros, hasta que el pueblo se llenó de discordia, sospecha y resentimiento. Las amistades se rompieron, las familias se enemistaron, y ya nadie confiaba en nadie.

El abad Hugo, al escuchar su relato, frunció el ceño con gravedad y dijo:

—El enemigo antiguo se complace en sembrar la confusión bajo apariencia de justicia.

Ordenó que le trajeran aquel cedazo maldito, y lo hizo colocar ante el altar mayor, bajo la mirada del Crucifijo. Los monjes entonaron salmos penitenciales, y el abad tomó el hisopo, bendiciendo el objeto con agua exorcizada. Apenas la primera gota tocó el cedazo, el aro de madera se partió en dos con un crujido seco, cayendo las tenazas al suelo.

Entonces el abad levantó la voz y dijo a todos los presentes:

—Ved, hijos míos, cómo se rompe la mentira ante el poder de Dios. Ningún ardid del maligno puede resistir la verdad que brota del Evangelio.

Los aldeanos, llenos de temor y arrepentimiento, cayeron de rodillas y lloraron sus faltas. Prometieron desterrar de su aldea toda superstición y toda práctica engañosa.

El abad los instruyó pacientemente, recordándoles que los pleitos y ofensas deben resolverse con caridad, justicia y palabra verdadera, y no con artes profanas. Antes de despedirlos, les dio su bendición, y mandó que el fragmento del cedazo fuera arrojado al fuego, para que nada quedara de aquel instrumento de engaño.

Desde entonces, cuenta la crónica, la aldea volvió a la paz, y los campesinos, cada vez que surgía una disputa, recordaban las palabras del santo abad:

—La verdad no necesita artificios; basta con el temor de Dios y la rectitud del corazón.

Monasterio de Fulda, Germania, año del Señor 1151.

El aire del valle era frío y húmedo cuando un grupo de peregrinos llegó al monasterio, exhaustos tras una larga marcha. Traían consigo un objeto envuelto en telas viejas y manchadas. Decían que era algo sagrado, un cráneo antiguo, usado por los brujos de su región para “leer los presagios de guerra”. Con voz temblorosa contaban que, en las noches, el hueso emitía gemidos, como si una criatura invisible habitara en su interior.

Los monjes los recibieron con cautela. El abad Rodolfo, hombre de oración y discernimiento, ordenó que el objeto fuera llevado al claustro y colocado sobre una mesa cubierta con lino bendito. Cuando los peregrinos descubrieron el cráneo, un silencio inquietante llenó el lugar. Era grande, ennegrecido por el tiempo, con marcas talladas que parecían símbolos paganos. Algunos monjes sintieron un escalofrío, otros bajaron la mirada y comenzaron a rezar.

El abad lo observó largo rato y, con voz firme, dijo:

—No hay santidad donde mora el temor. Este objeto no viene de Dios, sino del enemigo que busca confundir a los hombres con falsos signos.

Comprendió que se trataba de una reliquia de idolatría, usada antiguamente en ritos prohibidos. Ordenó que al amanecer se celebrara una misa en reparación y que, después, el cráneo fuera destruido. Aquella noche, mientras los monjes rezaban el salmo penitencial, algunos afirmaron oír un murmullo proveniente del claustro, como si el hueso exhalara su último suspiro.

Al día siguiente, durante la misa, el abad alzó la voz y dijo:

—El demonio se esconde en las reliquias falsas para fingir poder. Sólo Cristo tiene dominio sobre vivos y muertos.

Terminada la ceremonia, los peregrinos, con el rostro lleno de temor y arrepentimiento, tomaron el cráneo y lo arrojaron al río que pasaba junto al monasterio. Las aguas se cerraron sobre él, y un silencio profundo cubrió el valle. En ese mismo lugar, los monjes levantaron una cruz de madera, símbolo de la victoria de la fe sobre la superstición.

Desde entonces, aquel valle fue conocido como “Campo de la Redención”, y los peregrinos que pasaban por allí solían detenerse a rezar ante la cruz, recordando que ninguna sombra puede resistir la luz del Cristo vivo.


Comentarios