“La joven que rehusó danzar por amor a Dios”

 Una joven noble, conocida por su pureza y prudencia, solía rechazar toda invitación a los bailes y fiestas mundanas. Muchos la criticaban, diciendo que su vida era demasiado seria y triste. Pero ella, con serenidad y firmeza, respondió:

“Sería locura danzar en esta vida. Escuchad mis razones y entenderéis que no es tristeza, sino sabiduría evitar las danzas del mundo.

Primero, un príncipe que posee un vestido fino y nuevo no lo entrega a un bufón para que lo ensucie en sus juegos. Así también Dios, el Príncipe eterno, nos ha revestido en el bautismo con el vestido hermoso del alma pura. ¿Y cómo podría Él querer que su criatura lo manche en las locuras y vanidades de las danzas? Quien ama su pureza no la entrega al polvo del pecado.

Segundo, quien ha perdido un gran castillo, herencia de sus padres, no puede alegrarse mientras contempla su ruina. Nosotros hemos perdido, por el pecado, el Reino del Cielo, la herencia más grande que existe. ¿Cómo podríamos, entonces, alegrarnos en fiestas y danzas vanas, cuando nuestro verdadero hogar está en ruinas y el alma aún no lo ha recuperado? La risa del mundo es amarga cuando se recuerda lo que se ha perdido.

Tercero, quien está cautivo entre enemigos no puede gozar libremente. Y nosotros, los hombres, estamos rodeados por los enemigos del alma: el demonio, el mundo y la carne. ¿Cómo danzar, si aún no hemos escapado de sus cadenas? Solo el que ha sido liberado puede cantar con alegría; el que está en peligro, debe velar y orar.

Por eso, no es desprecio del gozo lo que me mueve, sino amor a lo eterno. La danza del mundo termina con cansancio y vacío; la alegría del alma fiel nace del silencio, la oración y la esperanza del cielo. Yo prefiero guardar mi vestido limpio, recuperar mi castillo perdido y esperar, con corazón firme, el día en que podré danzar de verdad ante el rostro de Dios, en la fiesta eterna donde ya no habrá pecado ni dolor.”


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