un demonio que jugaba con su alma con paciencia infinita

 


En el convento se comenzó a percibir algo extraño. Una monja, de fe firme y vida devota, empezó a notar sus pensamientos cambiando, sutiles al principio, casi imperceptibles.

—¿Por qué siento esto? —murmuraba para sí misma mientras barría el claustro—. Esto no… esto no es propio de mí.

En la oscuridad de su celda, un susurro parecía responder:

—¿Por qué negar lo que deseas? No hay pecado en conocer tu verdadero yo…

La monja se estremeció y golpeó la pared con el puño:

—¡Sal de mi mente! ¡No eres bienvenido!

Pero el demonio no se mostraba de manera grotesca ni monstruosa; su presencia era un murmullo constante, un frío que recorría los pasillos y penetraba en la celda durante la oración nocturna. Hacía que los objetos del convento parecieran observarla, que las sombras se movieran con intención, que la luz de las velas titilara como respuesta a su lucha interna.

—Mira a tu alrededor —susurraba la voz—. Todos te juzgan, todos te miran. ¿No sientes el peso de tus secretos?

La monja se cubrió el rostro con las manos y cayó de rodillas.

—¡No! No debo… confío en Dios… Él me protege…

—¿Él? —replicó el susurro, burlón—. Si existiera, ¿por qué tus manos tiemblan? ¿Por qué tus pensamientos buscan aquello que reprimes?

Poco a poco, comenzó a cometer faltas leves: murmullos indebidos, miradas demasiado largas a lo prohibido, pensamientos que antes habrían rechazado con horror. Una tarde, mientras revisaba el jardín, otra voz se insinuó:

—Mira la flor que no puedes tocar… siente lo que te prohíben…

—¡Basta! —gritó, pero un estremecimiento la recorrió—. No puedo… no debo…

Cuando intentó confesarse, la voz parecía anticiparse, llenando su mente con dudas sobre su propia fe:

—¿Crees que confesar cambiará algo? Tus pecados ya son tuyos, y yo los conozco mejor que nadie.

—¡No! —replicaba, con lágrimas cayendo por sus mejillas—. No caeré…

Pero cada día la tentación se volvía más intensa, y la batalla interior se transformaba en un tormento de silencios, susurros y miradas que parecían juzgarla desde la oscuridad. Los objetos del convento parecían moverse con intención, y a veces parecía escuchar un tenue reír burlón tras la puerta de la celda.

Finalmente, nadie podía ver lo que ocurría tras esa puerta: una mujer atrapada entre la devoción y la corrupción, entre la oración y el deseo, entre la fe y la sombra que la acechaba, un demonio que jugaba con su alma con paciencia infinita, susurrando cada secreto, cada miedo, cada tentación, hasta que su corazón apenas reconocía la pureza que un día tuvo.

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