En el año 1141, en el monasterio de Disibodenberg, se le apareció un alma del purgatorio a Santa Hildegarda de Bingen. El alma surgió entre fuego y humo, con un lamento que desgarraba el corazón, implorando ayuda y revelando los tormentos que sufría. Llorando, le dijo a Santa Hildegarda todas estas cosas:
“Vi una muchedumbre de espíritus malvados, a quienes el celo del Señor con justo juicio había echado del cielo, y que Lucifer llevó consigo a su lugar de castigo. Esta muchedumbre se extendió entre los hombres de la tierra y aumentó la iniquidad entre ellos. Son tantos que nadie puede contarlos, salvo Dios. Cada uno de estos espíritus pone asechanzas y emboscadas según sus características para atrapar a los hombres. Algunos proclaman a grandes voces que Lucifer no debería estar sujeto a nadie como Señor, y muestran a los hombres cómo amar los placeres mundanos, persuadiéndolos a desearlos y amarlos.”
Santa Hildegarda vio entonces dos fuegos: uno con llama pálida y otro con llama roja. El fuego pálido no tenía gusanos, mientras que el fuego rojo estaba lleno de gusanos; algunos eran como pequeñas serpientes y otros tenían morros puntiagudos y colas afiladas, todos sin patas. Las almas de quienes habían pecado por amor al mundo mientras vivían en sus cuerpos eran castigadas por ambos fuegos, pero sobre todo por el ardor del fuego rojo y los mordiscos de los gusanos. Las almas de quienes habían sido constantes en su amor mundano sufrían sobre todo el fuego pálido, y las almas de quienes se habían entregado completamente a su amor del mundo eran atormentadas por el fuego rojo.
Además, las almas que habían mostrado hipocresía, alabando lo que les disgustaba y reprochando lo que les complacía, eran atormentadas por gusanos con forma de serpiente. Las almas que habían pecado más gravemente en su amor mundano soportaban el fuego rojo y los gusanos de morro puntiagudo, mientras que quienes habían pecado en menor grado sufrían en el fuego pálido con los gusanos correspondientes a su pecado.
Santa Hildegarda, por el Espíritu viviente, comprendió todas estas cosas. Con gran compasión, comenzó a rezar todos los días por esta alma, junto con las otras monjas del monasterio. Sus oraciones, llenas de fe y lágrimas, intercedieron por la purificación de esta alma. Gracias a la misericordia del Señor, con el tiempo, el alma logró ser liberada del purgatorio y subir al cielo, resplandeciente con la luz de la gracia divina.
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