El santo prelado, llamado Mario, era hombre muy venerable y austero. Por las muchas penitencias y ayunos había enfermado gravemente y perdido un ojo. Dormía en el suelo, pasaba las noches enteras en oración, y se alegraba de escuchar las palabras santas de sus hermanos, siempre con rostro sereno y lleno de paz.
Fue tan devoto de la Madre de Dios, que Ella quiso consolarlo con su hermosa presencia y darle alivio en medio de sus trabajos y penitencias.
Un día, siendo el abad de Claraval, salió de su celda a la hora en que los monjes descansaban después del trabajo de la siega, pues él mismo se ocupaba con sus manos en aquellas labores. Al entrar en los claustros, vio que por la otra parte entraban tres damas de grandísima hermosura y belleza, ricamente vestidas con oro, aljófar y piedras preciosas de inestimable valor.
Admirado el santo abad de tan extraordinaria visión —pues jamás había visto entrar mujeres en la iglesia ni en los claustros del monasterio, cosa siempre vedada y prohibida— les habló con voz firme, aunque sin perder la paz de su alma:
—Señoras, ¿cómo y por dónde han podido entrar hasta aquí?
Entonces la Señora que venía en medio, con aspecto majestuoso, le respondió con voz suave y celestial:
—Bien puedo yo entrar en la casa de mis hijos, porque a mí no me está vedada la entrada. No es esta la primera vez que aquí he venido, pues suelo visitar muy a menudo a mis hijos y devotos capellanes. Sabe, pues, que yo soy la Madre de Misericordia, protectora y abogada de esta religión. Estas mis dos compañeras son María Magdalena y María Egipcíaca.
—Nosotras, como ermitañas cuyas pisadas y ejemplos seguís en este desierto y lugar apartado, somos muy aficionadas y abogadas de los monjes de mi orden. Venimos a consolarte y animarte a seguir adelante en el buen propósito que has comenzado, sosteniendo mi orden en el fervor y rigor que hasta aquí ha guardado. Recuerda que tienes el lugar y oficio que tuvo mi siervo y querido Bernardo, y está a mi cargo el aumento de esta devota familia y el consuelo de mis hijos y devotos.
Al oír esto el santo abad, no pudiendo contener el gozo de ver ante sí a la Santísima Virgen —a quien amaba con todo su corazón— se postró a sus pies y procuró besárselos, agradeciéndole humildemente la visita. Pero Ella, junto con sus dos compañeras, desapareció, dejándole lleno de consuelo y más devoto que nunca de la Madre de Dios.
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