La condena de Hildebrando: lección sobre el pecado mortal

 


El hermano Bernardo, monje, contó acerca de un hombre llamado Hildebrando, quien cayó gravemente enfermo y, después de su caída, no pudo levantarse.

Hildebrando vivía en una villa de la diócesis de Tréveris llamada Holchoim. Un día fue al bosque con un conocido suyo y, instigado por el diablo, lo mató cuando quedaron a solas. En el pasado habían tenido algunas enemistades, pero en ese momento no existían conflictos entre ellos.

Al volver a la villa, los amigos del hombre asesinado preguntaron por él. Hildebrando respondió: “No sé”. Tras pasar uno y luego otro día sin que apareciera, y sospechando de Hildebrando por antiguas enemistades, lo llevaron ante un juez y lo acusaron de homicidio.

Hildebrando trató de negar el crimen, pero su rostro lo delató. Finalmente confesó que había matado al hombre y fue condenado a la pena capital.

Cuando lo llevaron a la ejecución, el sacerdote de la villa, llamado Bertolfo, junto con otro sacerdote llamado Juan, hermano del monje Bernardo lo tomaron aparte e insistieron en que confesara y mostrara contrición de corazón.

Pero Hildebrando no podía levantarse ni mover la mano. Desesperado, respondió: “¿De qué me servirían estas cosas? Estoy condenado”. Mostró una dureza y desesperación similar a la de quien dice: “Mi maldad es mayor de lo que puedo ser perdonado”.

El sacerdote le dijo: “espero qué por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que dentro de treinta días me mostrarás tu estado y me informarás sin peligro para tu vida”. Hildebrando respondió: “Si me es permitido, lo haré gustosamente”.

Después de cumplir la pena temporal de su cuerpo, Hildebrando pasó al tormento de la condenación eterna.

Una noche, dentro del tiempo estipulado, mientras Bertolfo dormía, un gran estruendo rodeó la casa: las ramas crujían, el viento soplaba violentamente y hasta los animales estaban aterrados.


Al despertar, Bertolfo vio que las puertas se abrían como empujadas por el viento y observó a Hildebrando sentado sobre la chimenea, acercándose rápidamente. Terrificado, se persignó y le ordenó quedarse bajo la invocación del nombre divino.

Hildebrando dijo: “Aquí estoy, como prometí”. Al preguntarle por su estado, respondió: “Estoy eternamente condenado, destinado a los fuegos del infierno por mi desesperación. Si hubiera hecho penitencia según tu consejo, habría evitado la condenación eterna después de la pena temporal. Dios no castiga dos veces por lo mismo. Pero si no me hubieras jurado estando vivo, habría venido a causarte daño incluso como muerto. Te aconsejo que enmiendes tu vida para no recibir un castigo similar”.

Impactado por la visión, Bertolfo decidió ingresar al monasterio llamado Hersethusin y tomó el hábito religioso. El abad, viendo que era un hombre culto y elocuente, trató de que accediera a los órdenes, pero no pudo obtener permiso del Papa Inocencio.


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