el demonio no puede obligarnos al pecado, solo puede insinuarlo.

 El abad enseña que Satanás no conoce del todo el interior del ser humano; ignora qué pasión o debilidad puede dominar más a cada alma. Por eso, actúa como un sembrador ciego: lanza toda clase de semillas esperando que alguna prenda en el corazón.
A veces siembra deseos impuros, otras veces orgullo, crítica, envidia, tristeza o desesperación. No le importa cuál germine; su único objetivo es ver nacer en el alma algo que la aparte de Dios.
Esta imagen revela una verdad esencial de la vida espiritual: el demonio no puede obligarnos al pecado, solo puede insinuarlo. Depende de nosotros permitir que esas semillas crezcan o se sequen. Si el alma está vigilante, en oración y unida a Dios, esas semillas no encontrarán tierra fértil. Pero si el corazón se relaja, si se deja llevar por la distracción o la amargura, las semillas del enemigo echarán raíces sin que uno lo note.
Por eso, el creyente debe mantener su interior limpio, como un campo bien cuidado. La oración, la humildad y el perdón son como una barrera que impide que las malas semillas germinen.

Quien vive en esta vigilancia no necesita temer la astucia del maligno, porque aunque él siembre mucho, no hay cosecha donde el alma pertenece plenamente a Dios.

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