Un joven, que en su niñez había sido devoto y fiel a la Iglesia, con el tiempo se fue apartando y comenzó a dudar si debía regresar a la fe católica o no. Tras muchas vacilaciones, en su interior nació el deseo de confesarse y reconciliarse con Dios.
Pero en el momento mismo en que decidió acercarse al sacramento, se le apareció en su habitación un anciano con una cruz en la mano, diciendo ser Cristo. Con palabras dulces le aconsejó que no se confesara con el fraile del convento cercano, sino que mejor viajara a otra ciudad lejana, pues allí —según decía— recibiría un perdón más seguro.
El joven, turbado, vacilaba, pues temía morir sin la gracia de Dios si retrasaba la confesión. El anciano le aseguró que lo protegería, pero al pedirle que se postrara ante la imagen del crucifijo, el joven, recordando la enseñanza de su niñez, respondió con firmeza:
“Adoro a Jesucristo, el Hijo de Dios vivo, nacido de la Virgen María, que murió en la cruz por nosotros.”
Al pronunciar estas palabras, el anciano se transformó en un carbón encendido y desapareció dejando tras de sí un hedor insoportable: era un demonio disfrazado.
El joven, fortalecido por la experiencia, corrió sin demora a la iglesia, confesó con humildad todos sus pecados y recibió la absolución. Más tarde, los teólogos confirmaron que había sido una tentación del enemigo para apartarlo del perdón sacramental.
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