Las trompetas resonaron desde las torres del Templo de Jerusalén, anunciando que el alba ya se había elevado lo suficiente y era hora de preparar el sacrificio matutino. Su sonido descendió hasta una humilde casa, donde un anciano llamado Simeón lo escuchó. De él dice la Sagrada Escritura que era justo y piadoso, que esperaba la consolación de Israel y que el Espíritu Santo estaba con él. Se le había revelado que no vería la muerte antes de contemplar al Ungido del Señor.
Ese día, el fiel servidor de Dios sintió un impulso especial de gracia que lo movió con fuerza a ir al Templo. Al entrar en sus majestuosos atrios, cuyas paredes de mármol coronadas de oro brillaban bajo la luz de la mañana, su asombro se mezcló con cierta melancolía al pensar que, desde hacía siglos, ese era el único lugar sobre la tierra donde se daba culto al único Dios verdadero. Sin detenerse, se unió a los israelitas que se habían congregado para presenciar el sacrificio diario del cordero.
La profetisa Ana
Con el mismo propósito, se acercaba una mujer temerosa de Dios: Ana, una viuda anciana de las pocas del antiguo pueblo elegidas para recibir el espíritu profético. Servía fielmente a Dios, ayunando para liberar su espíritu y alimentándolo con la dulce oración, sin apartarse nunca del Templo.
Ella sabía que, desde que el Arca de la Alianza había desaparecido, el Sanctasanctórum estaba vacío; sin embargo, recordaba con esperanza la profecía de Ageo: que la gloria de ese Templo sería mayor que la del construido por Salomón, pues el Deseado de las naciones lo llenaría con su presencia
La Sagrada Familia en camino al Templo
Mientras tanto, desde Belén se acercaba una pequeña familia en santa prisa: María, la santísima Virgen, para cumplir con el rito de su purificación y presentar a Dios a su primogénito; seguida de su casto esposo, san José, quien llevaba en sus manos un par de palomas para el sacrificio.
Más de mil años antes, otro cortejo había recorrido este camino entre júbilo y solemnidad: el del rey David conduciendo el Arca de la Alianza al monte Sion. Aquella arca, que contenía el maná, las tablas de la Ley y el bastón de Aarón, era solo un símbolo. Ahora, María lleva en sus brazos a Jesús, el verdadero Pan del cielo y la plenitud de la Ley.
Entonces, los levitas debían purificarse antes de tocar el arca; ahora, la Virgen Inmaculada y sin pecado lleva al Salvador. Entonces se ofrecían sacrificios de toros y carneros en cada tramo del camino; hoy, los Sagrados Corazones de Jesús y María se ofrecen con cada latido, para la gloria de Dios y la salvación del mundo.
El camino pasaba cerca del monte Gólgota, donde el sacrificio definitivo sería consumado. Finalmente, los santos peregrinos subieron al monte Moriah, donde Abraham estuvo dispuesto a ofrecer a su hijo Isaac, y donde Dios prometió que en su descendencia serían benditas todas las naciones.
La Presentación de Jesús en el Templo
María presentó humildemente sus ofrendas al sacerdote: una paloma como sacrificio por su purificación y otra como holocausto en lugar de su primogénito. Aunque recibieron de nuevo al Niño, renunciaron a todo derecho sobre Él, sabiendo que su misión era criarlo hasta el día del sacrificio supremo.
Cuando la Sagrada Familia estaba por retirarse discretamente, Simeón, iluminado sobrenaturalmente, reconoció en aquel Niño al Mesías prometido. Se acercó, tomó al pequeño Jesús en sus brazos temblorosos, alzó sus ojos al cielo y proclamó su cántico:
“Ahora, Señor, puedes dejar que tu siervo muera en paz, según tu palabra, porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado ante todos los pueblos: luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel.”
Luego bendijo a María y dijo:
Este Niño está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y será signo de contradicción; y a ti misma una espada te atravesará el alma, para que queden al descubierto los pensamientos de muchos corazones.”
En ese momento, la profetisa Ana también llegó, reconoció al Señor y habló de Él a todos los que esperaban la redención de Israel.
La gloria de Dios sobre el Templo
Como un rayo de sol que rompe las nubes, el cielo se abrió sobre el Templo. Los ángeles del Señor descendieron, esparciendo las gracias que Jesús, María y José habían merecido con su entrega. Este fue el comienzo de la semilla del Evangelio, que más tarde germinaría con la predicación de los Apóstoles y se extendería por toda la tierra.
Hoy, innumerables iglesias y capillas han reemplazado aquel Templo único, y en cada altar Cristo sigue viniendo del cielo, entregándose al Padre y a nosotros. Quiera Él no encontrar nunca ausente a ninguno de los que lo acompañamos en espíritu a Jerusalén.
Aun fuera de la Misa, debemos acudir a Él, presente en el Santísimo Sacramento. No hay dolor que Él no pueda aliviar: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso.”
Los pobres dejarían de estar amargados si vieran a Jesús, que eligió la pobreza en la tierra y permanece oculto bajo humildes especies de pan y vino. Y los ricos serían compasivos si recordaran que Jesús habita quizá en la casa vecina, esperando dar sus dones a quienes lo buscan.
Así como Simeón cantó su felicidad al ver al Niño, así la Iglesia canta en cada adoración, pues Jesús es todavía el signo de contradicción: para unos, motivo de caída; para otros, fuente de resurrección y vida eterna.
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