En el apacible pueblo alemán de Rosenfeld, vivía un hombre cuya fortuna deslumbraba a todos. Sus palacios y tesoros eran la envidia del lugar, pero lo que pocos sabían era que su riqueza provenía de un pacto oscuro con un demonio.
Cuando murió, el entierro parecía ser un acto solemne… hasta que el horror se desató. Mientras cuatro hombres cargaban el féretro, una fuerza invisible los derribó de golpe: todos cayeron desmayados como marionetas sin hilos. En ese mismo instante, decenas de personas comenzaron a tambalearse, con mareos repentinos. En cuestión de minutos, varios sufrieron fiebre alta y vómitos en pleno camposanto. El aire se volvió pesado, y un silencio escalofriante se apoderó del lugar.
Algunos testigos, con los ojos muy abiertos por el miedo, juraron haber visto una sombra negra recoger el cuerpo del rico difunto, cargarlo con facilidad sobrehumana y llevarlo hasta la tumba. Otros aseguraron distinguir figuras demoníacas echando tierra sobre el ataúd, como si quisieran reclamar su presa.
No había sacerdote en Rosenfeld aquel día. Los aldeanos, debilitados y aterrados por lo que presenciaban, entendieron que el hombre, incluso muerto, había traído una maldición sobre el pueblo. Desesperados, esperaron hasta el regreso de las autoridades locales para actuar.
Cuando al fin exhumaron el cuerpo, lo hallaron perfectamente conservado a pesar de las veinte semanas transcurridas: su piel aún tersa, su grasa intacta, y el aspecto de alguien bien alimentado. El verdugo fue llamado para ejecutar el rito más temido: decapitar el cadáver y arrancarle el corazón. Al hacerlo, la sangre brotó fresca, como si aún sufriera las penas de su pacto infernal. Solo cuando incineraron el cuerpo frente a todos, el aire del pueblo pareció volver a ser respirable, y el peso de la maldición comenzó a disiparse.
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