El poder de la confesión y la lucha espiritual

Se cuenta que cuando el beato Pablo el Simple —discípulo de San Antonio Abad— estaba en la puerta de una iglesia, llegó un joven lujurioso, bien vestido y adornado con vanidad. Sobre sus hombros se posaba un demonio con figura de simio, cubierto de suciedad, salivas y gestos obscenos. Los ángeles lo seguían a distancia, tristes y avergonzados por la corrupción de aquel alma, que había sido creada para la pureza pero se encontraba esclavizada por el vicio.

El joven, al entrar en la casa de Dios y escuchar la palabra del profeta: “Lavaos y sed limpios, quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos”, sintió un golpe profundo en su interior. Era como si un rayo de verdad hubiera atravesado su corazón endurecido. Se le abrieron los ojos del alma, y comprendió que sus pecados lo tenían envuelto en cadenas invisibles.

Salió del templo conmovido, y al encontrarse con el beato Pablo, este vio algo admirable: un ángel lo abrazaba tiernamente, limpiándole el rostro con un lienzo blanco y hermoso, borrando las manchas que la culpa había dejado en su espíritu. El demonio, en cambio, que antes se paseaba con descaro sobre él, ahora lo seguía a lo lejos, encadenado por la vergüenza y sin poder acercarse.

El santo eremita le preguntó con sencillez:

—Hijo, ¿qué has hecho dentro de la iglesia?

El joven, temblando todavía por la experiencia sobrenatural, respondió:

—He oído la voz del profeta que me invitaba a la pureza, y he creído. Allí me reconcilié con Dios, confesé mi miseria en lo secreto de mi alma y pedí perdón con lágrimas.

Entonces Pablo, conmovido, le dijo:

—Bendito sea el Señor Jesucristo, que no desprecia al pecador arrepentido, sino que lo recibe como a hijo amado. Mira, hijo mío, cuán grande es el poder de la confesión sincera y cuán débiles se muestran los espíritus malignos ante un corazón humilde que se abre a la gracia.

Desde aquel día, el joven cambió de vida. Los ángeles ya no lo seguían de lejos, sino que lo acompañaban de cerca como amigos y custodios. Y aquel demonio, que lo había poseído con descaro, ya no pudo volver a dominarlo. que la confesión no solo borra los pecados, sino que reviste al alma de pureza, devuelve la amistad divina y hace huir a los enemigos del alma.

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