El mal abogado y la protección de la Iglesia

 

En el año del Señor 1247, en la pequeña ciudad de Altenburg, un suceso inquietante conmocionó a los fieles. Un abogado llamado Gerardo von Falken, conocido por su astucia y su habilidad en los tribunales, había fallecido repentinamente. Sin embargo, su fama de corrupción y de manipular los asuntos de la Iglesia había dejado un legado de sospecha y temor.

Aquella mañana, mientras los monaguillos preparaban la iglesia de San Miguel Arcángel para recibir el cuerpo, se acercaron al portón principal. Entre ellos se encontraba Padre Hilario, anciano y venerable, y Fray Teobaldo, joven diácono que asistía en los oficios litúrgicos. Llevaban el féretro con respeto, pero al intentar introducirlo en el templo, algo inesperado ocurrió:

—¡Padre Hilario! —exclamó Fray Teobaldo—, ¡la puerta no cede! Parece… como si se negara a abrirse.

El anciano, con voz firme, respondió:

—Roguemos a Dios que nos muestre la verdad sobre este hombre. Que Su justicia se manifieste.

Ambos se arrodillaron, elevando sus oraciones, cuando de repente una luz serena se posó sobre el umbral y una figura resplandeciente apareció ante ellos: era San Ulrico, patrono de los guardianes de la fe. Con voz profunda y solemne, dijo:

—Estos son destructores de la Iglesia; dañan más a la Iglesia que todos los ladrones juntos, pues arrebatan ofrendas del altar y de lo santo, y las dan a los indignos. Dañan más a la Iglesia que los mismos demonios, porque aquellos no pueden someter el régimen de la Iglesia a servidumbre del diablo; pero esto lo hace un mal abogado.

Fray Teobaldo, temblando, preguntó:

—¿Quién, santo Ulrico? ¿Quién ha traído tal daño a la Iglesia?

—Gerardo von Falken —respondió el santo—. Expulsa a los fieles e introduce demonios; destruye la maquinaria de la Iglesia. Como saetero del demonio, hiere con el arco de la falsedad contra la verdad. Es tan malo como un hereje, porque el hereje corrompe la fe ignorando que obra mal; este, en cambio, lo hace a sabiendas. Por eso no es digno de recibir beneficios de la Iglesia.

Los presentes, aterrados y compungidos, comprendieron que la puerta cerrada no era un simple accidente, sino un signo divino de juicio. Ninguno osó forzarla, y finalmente llevaron el cuerpo fuera, dejando que la ciudad recordara la advertencia del santo: la verdadera maldad no siempre viene del demonio, sino de aquellos que usan su conocimiento y posición para corromper lo sagrado.

Desde aquel día, se convirtió en enseñanza entre los fieles de Altenburg que la justicia divina siempre se manifiesta, y que incluso los hombres poderosos no están por encima de la Iglesia ni de la verdad.

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