Magdalena de la Cruz, española, nacida en Córdoba, ciudad principal de la Bética, en su niñez fue entregada por sus padres —se ignora si por motivos de piedad o por pobreza— al cuidado de unos parientes en un pequeño pueblo. Desde joven, empezó a llamar la atención por su carácter reservado y cierta gracia especial que la hacía distinta de los demás.
Allí se le apareció un hombre con el rostro desfigurado, quien con halagos y encantos —muy eficaces para cautivar a una niña de tan corta edad— comenzó a atraérsela. Desde el principio, cuando iniciaron su trato, también le dejaba moretones y le hacía rasguños en la piel, algo que resultaba sospechoso. Él la exhortó con severas amenazas a que nunca revelara este secreto a ningún ser humano. Desde entonces, Magdalena lo trataba familiarmente, conversando con él casi todos los días.
Gracias a estas conversaciones, comenzó a mostrarse con una sabiduría superior a su edad, y por su carácter se convirtió en motivo de admiración para todos en el pueblo. Su reputación de santidad crecía de manera increíble, reforzada por su modo de vida austero y su apariencia virtuosa.
Cuando apenas había cumplido doce años, aquel maligno espíritu, deseoso de poseerla más firmemente, le habló con palabras adornadas de matrimonio. La muchacha, simple y ambiciosa, ya seducida por lo que había experimentado, aceptó fácilmente. Se celebraron los desposorios, consumaron la unión, y Magdalena ofreció como dote el usufructo de su propio cuerpo: conversar, convivir y acostarse con él.
El demonio, por su parte, prometió como dote que durante más de treinta años ella gozaría de tal fama de santidad en toda España, que no solo igualaría sino superaría a todos los que alguna vez se habían hecho célebres por esa virtud. Y no quiso mostrarse mentiroso en esto, de modo que todo el reino fue engañado por medio de esta su “esposa”.
Siempre que disfrutaban de placeres ocultos, el demonio enviaba a su siervo (pues, por apariencia de grandeza, había añadido un criado) para que, disfrazado con la figura de Magdalena, imitara en público su rostro, gestos, caminar, canto, oración y hasta la manera de comer. De este modo, mientras ella se entregaba a sus pecados en privado, su doble se mostraba en el pueblo y en las fiestas religiosas como si nada ocurriera.
Cuando después salía en público, la falsa le relataba lo que había acontecido por el mundo, como si lo hubiera presenciado. Así fue como supo de la captura de Francisco I, rey de Francia, o del saqueo de Roma, haciéndole creer a todos que estas noticias le eran reveladas por un ángel. Por esto alcanzó gran favor entre príncipes y personas de dignidad, llegando a ser invitada a banquetes y reuniones importantes, siempre rodeada de honores. La fama de santidad de aquella humilde mujer se difundía por toda España, y hasta los frailes franciscanos y otras órdenes religiosas creían que en ella se manifestaba un don celestial.
Magdalena resplandecía en supuestos milagros, aunque falsos e ilusorios. En las procesiones solemnes de las fiestas, se la veía elevarse hasta más de tres codos del suelo, sosteniendo a veces en sus manos una imagen del Niño Jesús, derramando abundantes lágrimas. Su cabellera, de repente, crecía hasta los talones, aunque después se desvanecía.
En los días de comunión en las iglesias, cuando los sacerdotes distribuían las hostias previamente contadas, siempre faltaba una, que Magdalena mostraba haber recibido de manos de los ángeles, exhibiéndola en su boca. Todo esto aumentaba su fama de santidad de tal manera, que papas, emperadores y reyes le escribían pidiéndole sus oraciones. Incluso la esposa del emperador Carlos V envolvió al príncipe Felipe en pañales que, según decía, habían sido bendecidos por las oraciones de Magdalena.
Gracias a estas aparentes maravillas y a su fama, se enriqueció con limosnas y regalos, llegando a poseer grandes bienes. En poco tiempo, la muchacha humilde de pueblo se convirtió en mujer acaudalada, recibiendo honores y riquezas que la colocaban como la más destacada entre todos sus vecinos.
Pasaron así casi treinta años en este matrimonio diabólico. Finalmente, hacia el año del Señor 1546, por la benignidad de Dios —y sin mérito propio— Magdalena volvió en sí y comenzó a detestar al demonio.
El hombre de rostro desfigurado, furioso por esta apostasía, la atormentó de muchas maneras. Sin embargo, ella, contra toda expectativa, confesó ingenuamente su crimen a las autoridades eclesiásticas, reconoció su pecado, pidió ayuda y fue apartada de la vida pública.
Pero el demonio no quiso abandonarla: en diversas ocasiones se presentó bajo la apariencia de Magdalena, y aun en su pueblo desempeñaba oficios disfrazado de ella, causando estupor y espanto entre los vecinos.
Tras descubrirse el engaño, Magdalena fue separada de toda vida pública, para que así cesaran finalmente las ilusiones diabólicas. Sin embargo, no se le impuso ningún castigo más grave, debido a su sincero arrepentimiento y a la confesión franca que había hecho.
De esta manera, aquella que con una falsa y demoníaca santidad había alimentado la superstición de muchos, se convirtió después, con verdadera y cristiana penitencia, en un ejemplo memorable de que las fuentes de la misericordia divina nunca están cerradas para ningún pecador.
Esto quedó consignado en los escritos de Casiodoro de Reina.
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