En el año del Señor 1700, en un remoto pueblo de la Toscana, los días transcurrían entre el trabajo del campo, los talleres de artesanos y el canto del coro en la iglesia de piedra. En aquel lugar, las vidas de los hombres eran observadas por fuerzas invisibles, cuyo juicio sería definitivo más allá de la muerte.
En las noches más silenciosas, un demonio se sentaba ante un libro negro, cuyas páginas absorbían la tinta como si fueran piel humana. Allí quedaban registrados todos los pecados: la ira contenida de un hijo contra su padre, la codicia disfrazada de honor de un noble, la envidia silenciosa entre vecinos, la vanidad oculta en los gestos más pequeños. Cada palabra escrita era un testimonio de la corrupción y del desvío del hombre de la voluntad divina.
Un ángel, invisible a los ojos humanos, se inclinaba sobre el mismo libro. Cada vez que un penitente se acercaba al sacramento de la confesión, el ser borraba los pecadeos de la página, uno por uno, como si fueran cenizas arrastradas por el viento, limpiando el espíritu y preparando el alma para el juicio eterno.
Tres vidas fueron especialmente vigiladas:
El artesano vivía en Florencia. Su existencia era sencilla y laboriosa: moldeaba la arcilla y el metal con manos diestras, construía muebles y utensilios que servían a toda la comunidad. Su vida era recta, pero su corazón no estaba libre de temor y orgullo. A menudo se enfurecía con los aprendices que no seguían sus instrucciones y guardaba en silencio cierta vanidad por su habilidad. Sin embargo, nunca dejó de acudir a la iglesia, de ayudar a los vecinos necesitados y de cumplir con su fe. Cuando llegó su confesión final, el ser de luz borró cuidadosamente sus faltas, y al morir, su alma ascendió al cielo, rodeada de paz y resplandor, agradecida por la misericordia recibida.
La noble mujer, en cambio, habitaba un palacio en Siena. Desde joven había aprendido a disfrutar del lujo: telas finas, banquetes y joyas que la distinguían de todos. Su corazón, sin embargo, se endurecía ante la miseria de los pobres y despreciaba la humildad que predicaba la iglesia. En la vida cotidiana, podía ser amable, pero muchas veces sus actos eran vanos y frívolos. Su confesión, cuando finalmente acudió al sacramento, fue débil y tardía; no bastaron las palabras para borrar los pecados acumulados. Al morir, su alma descendió al infierno, enfrentando tormentos que reflejaban la frialdad de su corazón, mientras el demonio se regocijaba ante la exactitud de sus registros.
El campesino, que trabajaba en los valles entre Lucca y Pisa, llevaba una vida humilde y devota. Su jornada comenzaba antes del alba, arando la tierra, cuidando del ganado y repartiendo lo poco que tenía entre los necesitados. Aunque su corazón era bueno, las dudas y temores persistentes lo inquietaban: temía no ser suficientemente piadoso, no cumplir la voluntad de Dios, no lograr la pureza que deseaba. Algunos errores menores no los confesaba por vergüenza o descuido. Al morir, su alma fue llevada al purgatorio, un lugar de fuego purificador. Allí aprendió la paciencia y la aceptación, mientras el ser de luz se inclinaba sobre el libro, borrando lentamente los pecados que aún podían ser expiados, enseñándole que la redención requiere humildad y tiempo.
Cada noche, el demonio continuaba anotando con furia, y cada amanecer, el ser de luz borraba con paciencia. Así, las vidas humanas, llenas de virtudes y defectos, se encontraban bajo la mirada de la justicia divina, donde la confesión y la penitencia eran puentes que unían la vida terrenal con la eternidad.
El pueblo, ajeno a estas fuerzas invisibles, seguía con sus labores, sin saber que cada acto de humildad, cada palabra de arrepentimiento o cada injusticia silenciosa estaba siendo registrada. Y mientras el cielo, el purgatorio y el infierno aguardaban, las tres almas caminaban hacia su destino final, recordando que la gracia y el arrepentimiento son las llaves que abren las puertas de la eternidad.
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