La lámpara encendida

 


En una aldea costera vivía Lucía, una joven que todas las noches encendía una lámpara de aceite y la colocaba en la ventana de su casa, cerca del puerto. Lo hacía para guiar a los pescadores que regresaban tarde, evitando que encallaran en las rocas.


Una noche, el aceite empezó a escasear. Sus vecinos le dijeron:

—Guarda lo que queda para ti. No vale la pena gastar por los demás.

Pero Lucía recordó las palabras de Jesús: “Vosotros sois la luz del mundo… así alumbre vuestra luz delante de los hombres” (Mateo 5:14-16). Así que, sin dudar, vertió el último aceite y dejó su lámpara encendida.

Esa noche, una fuerte tormenta azotó el mar. Uno de los pescadores, perdido entre las olas, vio el tenue resplandor en la ventana de Lucía y logró llegar a salvo a la orilla. Al enterarse, todos comprendieron que su pequeño acto de amor había salvado una vida.

 Nuestra fe es como una lámpara: si la mantenemos encendida con obras de amor, puede guiar y salvar a otros, incluso cuando no lo sepamos. A veces, lo que parece un gesto pequeño para nosotros puede ser la diferencia entre la vida y la muerte para alguien más. No apagues tu luz por miedo a quedarte sin nada; Dios siempre llenará de nuevo tu aceite.


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