Que tu cruz sea mi luz y tu sangre mi victoria

 

Había un anciano santo que moraba en las arenas de Egipto, no lejos del Nilo. Había abandonado el bullicio de la ciudad para buscar en la soledad el rostro de Dios. Su vida era sencilla: pan duro, agua del pozo y largas vigilias en oración.

Un día, mientras regresaba de un poblado donde había conseguido algo de aceite y dátiles, el sol comenzó a ocultarse detrás de las dunas. El anciano caminaba con paso sereno, pero pronto perdió la senda que lo guiaba de vuelta a su ermita. La noche cayó, y el desierto se volvió un mar de sombras y de silencio.

Fue entonces cuando escuchó un canto suave, casi como un susurro que acariciaba sus oídos. Entre las arenas se alzó una mujer de extraordinaria belleza, con cabellos largos como alas negras, ojos brillantes como estrellas y una voz dulce que parecía prometer descanso.

Ella se acercó lentamente, moviendo sus manos como invitación:

—Venerable padre, ¿por qué andar solo en estas ruinas? Ven conmigo, yo te daré compañía, yo haré que tu soledad se apague.

El santo, con la sabiduría que nace de la oración, recordó las palabras del profeta Isaías: «Allí también se establecerá Lilit y hallará para sí lugar de reposo». Reconoció en aquella figura no a una mujer, sino al demonio nocturno, espíritu de seducción y desolación.

El anciano hizo la señal de la cruz sobe su pecho y respondió:

—Tú no eres hija de Eva, sino espíritu de tiniebla. Tu belleza es ceniza, tu voz es engaño. Yo soy de Cristo, y en su Nombre te reprendo.

Al oír esto, la mujer cambió de semblante. Sus facciones hermosas se tornaron duras, sus ojos se volvieron brasas y un grito agudo desgarró la quietud del desierto.

Pero el santo, levantando sus brazos al cielo, clamó en oración:

—Señor Jesucristo, Hijo del Dios vivo, que venciste al dragón antiguo y dispersaste a los demonios: líbrame de la noche de Lilit. Que tu cruz sea mi luz y tu sangre mi victoria.

En ese instante, una ráfaga de viento atravesó el desierto. La figura demoníaca fue arrastrada como humo y desapareció entre las arenas. En el silencio que siguió, el santo escuchó como si resonaran en su interior las palabras del Evangelio: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo».

El anciano cayó de rodillas y dio gracias a Dios. A la luz de las estrellas encontró nuevamente el sendero hacia su ermita. Allí, en la soledad bendita, encendió una lámpara y elevó su oración final:

—Señor, que mi corazón nunca se convierta en ruina donde habiten los demonios, sino en templo vivo de tu Espíritu. Que ninguna sombra encuentre descanso en mí, sino que en mí reine solo tu paz.

Y desde aquella noche, cuando los hermanos le preguntaban en el desierto, él les enseñaba con firmeza:

—Hermanos, el enemigo se disfraza de belleza para sembrar ruinas. Sed vigilantes, porque en las arenas del alma puede aparecer Lilit. Pero en el Nombre de Cristo, ella siempre huye.

Comentarios