Ató al demonio… y desató su ruina

 


En el pueblo de Dommitzsch, vivía un hombre conocido por su dureza de corazón y su vida desordenada. Un día, mientras vagaba por los caminos en busca de algo que aprovechar, se encontró con un mendigo de aspecto miserable, sentado al borde del camino. Tenía la ropa harapienta, el rostro cubierto de polvo y los ojos hundidos, con una mirada penetrante.

Movido no por compasión, sino por interés, el hombre lo ató con cuerdas y se lo llevó a su casa con la intención de esclavizarlo. Le encargó las labores más pesadas y el cuidado de los animales. Ignoraba que aquel mendigo era el demonio disfrazado.

Desde el momento en que cruzó el umbral de la casa, comenzaron las desgracias. Los animales morían sin razón, los hijos enfermaban repentinamente y la casa entera se iba consumiendo. Lo que antes prosperaba, se echaba a perder.

Creyendo haber ganado un sirviente, el hombre en realidad había abierto su hogar al enemigo del alma. Solo en su lecho de muerte, cuando todo estaba perdido, el demonio se le manifestó tal como era, y le habló con frialdad:

“Con la cuerda con que me ataste, sellaste tu propia condena. Quisiste someterme y lo que lograste fue entregarte tú mismo. Yo no destruí tu casa: tú la entregaste con tus propias manos.”

Y así, aquel hombre expiró en tormento, sin alcanzar arrepentimiento, y su casa quedó vacía, temida por los vecinos, como testimonio del castigo que recae sobre quien abre su vida al mal.

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