Un monje piadoso, recogido en oración, En ella, se hallaba como transportado a un lugar extraño y oscuro, donde vio a un monje fallecido hacía algún tiempo. Este hermano aparecía inclinado sobre una inmensa piedra, de tal dureza que ni el hierro parecía poderla abrir fácilmente. Con gran esfuerzo y sudor, el monje muerto golpeaba la roca una y otra vez, sin descanso, desde el alba hasta el anochecer.
El monje que contemplaba la visión, confundido, se acercó y preguntó:
—Hermano, ¿qué haces aquí? ¿Por qué trabajas con tanto afán sobre esta piedra?
El difunto levantó la mirada, agotado, y le respondió con voz débil:
—Desde la mañana hasta la tarde estoy aquí, quebrando esta durísima peña. Es mi ocupación continua.
El monje vivo, sintiendo compasión, le preguntó:
—¿Y bendices este trabajo? ¿Lo haces con resignación y con paz?
A lo que el difunto respondió con tristeza:
—Por cierto, no lo hago solo... El demonio me está cerca, y me persuade cosas tan impertinentes como esta.
Esta visión es una enseñanza espiritual muy profunda, propia de la tradición monástica cristiana, donde se revela el estado del alma después de la muerte, especialmente cuando no ha alcanzado la perfecta purificación.
La piedra durísima representa el corazón endurecido, los pecados no confesados, o los defectos del alma que no fueron completamente corregidos en vida: por ejemplo, la obstinación, la soberbia, la desobediencia o la falta de humildad. Que el alma del difunto esté obligada a quebrar esa piedra sin descanso, muestra el castigo purificador al que está sometida: es una imagen del Purgatorio, donde las almas se purifican a través del sufrimiento espiritual.
Cuando el monje vivo le pregunta si bendice el trabajo, está preguntando si lo hace con espíritu de aceptación, viendo en ello un acto redentor, una penitencia ofrecida con amor. Pero el difunto responde que "no lo hace solo", sino que el demonio lo acompaña y le persuade cosas impertinentes. Esto significa que aún después de la muerte, el alma puede estar acosada por los pensamientos que alimentó en vida: el orgullo, la queja, el desánimo, la rebeldía contra la voluntad divina. El demonio no puede poseer el alma en el Purgatorio, pero sí puede haber dejado en ella huellas profundas de tentación y confusión.
Así, esta visión enseña tres cosas:
1. Que el alma no purificada continúa su lucha después de la muerte: no para ganar méritos, sino para ser purgada de lo que en vida no quiso soltar.
2. Que el demonio puede influir incluso en la forma en que sufrimos, susurrando pensamientos de desesperanza, de enojo o de desconfianza, si en vida le dimos espacio.
3. Y que la dureza del corazón humano puede volverse una piedra difícil de romper, incluso para el alma misma cuando ya está separada del cuerpo. Por eso, conviene quebrantarla en vida, con oración, penitencia, confesión y humildad.
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