Samuel, viendo la desesperación de sus vecinos, recordó las palabras de su abuela: “Cuando no tengas nada, ofrece lo poco que tengas; Dios se encarga del resto”. Con un pequeño saco de arroz que había guardado, salió casa por casa, compartiendo lo que podía. Otros, conmovidos por su gesto, también comenzaron a aportar lo que tenían: un poco de pan, frutas, agua… y así, de manos generosas, nació una red de ayuda que sostuvo al pueblo durante toda la emergencia.
Cuando finalmente el camino fue despejado, los habitantes se dieron cuenta de que lo que los salvó no fue solo la comida, sino la unión y la fe que surgió en medio de la prueba. Samuel, que había dudado de Dios por tanto tiempo, comprendió que el Señor obra no siempre con grandes milagros, sino a través de corazones dispuestos a amar y servir.
A veces esperamos que Dios actúe de manera extraordinaria para creer en Él, pero la mayor parte de las veces Su milagro está en lo pequeño: en una mano tendida, en un gesto de bondad, en la esperanza que renace cuando nos unimos para ayudar. El verdadero milagro es dejar que Su amor pase a través de nosotros.
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