Muchos decidieron encerrarse en sus casas y proteger lo suyo, pero David, recordando las palabras del Salmo 27:1 “El Señor es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré?”, decidió permanecer firme. Fabricó un escudo de madera y hierro y se colocó a la entrada del pueblo. No tenía espada, solo un corazón lleno de fe.
Una noche, los ladrones llegaron. Al verlo, uno de ellos se burló:
—¿Crees que tu pequeño escudo te salvará?
David respondió:
—No es el escudo el que me protege, sino el Dios que me da la fuerza para sostenerlo.
Los ladrones, al ver su valentía y la luz de antorchas que se encendían detrás de él (los vecinos habían decidido unirse), se retiraron. Desde entonces, el pueblo supo que la fe y la unidad eran armas más fuertes que cualquier espada.
No importa si nuestras fuerzas parecen pequeñas; cuando ponemos nuestra confianza en Dios y nos mantenemos firmes, Él nos sostiene. La fe no nos promete ausencia de batallas, pero sí la certeza de que no las enfrentaremos solos.
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