El pecado oculto y la mentira solo traen ruina al alma

 

Había una vez una joven reina que fue bendecida con muchas gracias. Desde pequeña había sido consagrada a Dios y criada bajo la protección de la Virgen María, quien siempre la guiaba con ternura y sabiduría.

Pero cuando la reina se hizo adulta y conoció el mundo, cometió un pecado oculto: una falta contra la obediencia a Dios, algo que no era visible a los hombres, pero sí conocido en el Cielo.

La Virgen se le apareció en un sueño y le habló con dulzura pero con verdad:

—Hija mía, sé lo que hiciste. Pero no vengo a condenarte. Solo te pido que confieses la verdad y te arrepientas. Si lo haces, recibirás perdón y paz; pero si persistes en el orgullo y la mentira, perderás algo muy valioso.

La reina, movida por el temor y la vergüenza, negó la verdad.

—No he hecho nada malo —dijo.

Entonces, la Virgen le retiró un gran don que había recibido: su primer hijo, símbolo de la gracia que había perdido. Nadie supo a dónde había ido el niño, y los rumores comenzaron: decían que la reina lo había hecho desaparecer.


El rey, que la amaba profundamente, se negaba a creerlo. Aun así, el pueblo murmuraba.


Un año después, la reina tuvo un segundo hijo. En la noche, la Virgen María volvió a presentarse.


—Todavía puedes confesar, hija. Dios es misericordioso. Arrepiéntete, y lo que has perdido será restaurado.


Pero la reina, dominada por el orgullo, volvió a decir:


—No he hecho nada.

Y una vez más, la Virgen tomó en sus brazos al segundo hijo y lo llevó al Cielo, como señal de que la reina seguía cerrada al perdón.

Los rumores en el reino se intensificaron. Muchos decían que ella era una mujer impía. Sus consejeros querían juzgarla. Pero el rey, que la amaba con el corazón, la protegía con firmeza, esperando que ella hablara la verdad.

Pasó otro año. La reina dio a luz a una niña hermosa. Esa noche, la Virgen vino de nuevo. Esta vez no habló mucho, solo extendió su mano y dijo:

—Ven conmigo.

La reina, ya agotada, entristecida, y con su corazón más blando, sintió un fuerte impulso en el alma. Se levantó, tomó la mano de la Virgen y la siguió. Cruzaron un valle silencioso y llegaron a una pequeña capilla iluminada solo por la luz del Santísimo Sacramento.

Allí, la Virgen la miró a los ojos y le dijo:

—¿Ahora estás lista?

La reina cayó de rodillas, rompió en llanto y confesó con todo su corazón:

—Sí, Madre. He pecado. Me dejé llevar por el temor y el orgullo. Negué la verdad y perdí lo que más amaba. Pero ya no quiero esconderme. Quiero ser perdonada.

Entonces, la Virgen la abrazó y le dijo:

—Dios no rechaza un corazón arrepentido. Tus hijos están a salvo. Y tú, hija mía, has vuelto a la gracia.

En ese instante, la lengua de la reina fue liberada, y su alma fue envuelta en una paz que nunca había sentido. Al despertar, se encontró en su cama, con su hija en brazos. Los tres niños estaban vivos. Nadie entendía lo que había pasado, pero la reina sí lo sabía: la Misericordia de Dios la había alcanzado.

Desde ese día, se convirtió en una mujer justa, compasiva, y enseñó a su pueblo el valor de la humildad, la verdad y la confianza en la Virgen María.

El pecado oculto y la mentira solo traen ruina al alma. Pero cuando uno confiesa con humildad y se arrepiente, la Virgen María intercede, y el perdón de Dios lo restaura todo. Nunca es tarde para volver a la verdad.

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