En el siglo XIII, mientras Florencia era desgarrada por conflictos políticos y luchas entre facciones, vivía un hombre completamente entregado a Jesucristo: san Alejo Falconieri, uno de los siete santos fundadores de la Orden de los Siervos de María. Su vida fue un testimonio ardiente de amor por Dios y por la salvación de las almas.
San Alejo no se preocupaba sólo por su propia santificación; su corazón sufría por quienes estaban lejos de Dios. Guiado por una intensa caridad, ayudó a muchos miembros de su familia a seguir el camino del Evangelio. Su hermano Biliam y Guiduccia de los Falconieri fueron atraídos por su ejemplo a la vida piadosa. Su pariente Albizo dejó el mundo para abrazar la vida religiosa en la misma Orden. Alejo procuraba también convertir a los ciudadanos de Florencia, que se encontraban atrapados en el ruido del foro y los conflictos civiles, y los conducía con paciencia hacia la paz del corazón y una vida conforme al Evangelio.
Entre todas las almas que tocó, una destacó por la santidad que floreció desde muy joven: su sobrina Juliana Falconieri. Desde pequeña fue instruida en la fe por su tío. Un día, mientras lo escuchaba predicar sobre el juicio final, Juliana lo vio envuelto en una luz interior, como si fuera un serafín abrasado de amor. Aquel momento marcó su alma. Desde entonces, ardía en deseo por el Paraíso y despreciaba todo lo que fuera pasajero. Con lágrimas, suplicaba a sus padres y a la Santísima Virgen que le permitieran consagrarse por entero a Dios. Finalmente, a los quince años, ingresó a la Orden de los Siervos de María, con el consentimiento de todos y bajo el amparo del Cielo.
Juliana abrazó la vida religiosa con extraordinaria entrega. Mantuvo su virginidad perpetua. Ayunaba diariamente solo con pan y agua, dormía sobre una tabla en el suelo, llevaba la túnica directamente sobre la piel, se ceñía con un cilicio, y cada noche se disciplinaba con flagelos. No se quejaba de sus penitencias; su alma estaba en paz y su rostro era sereno. Todo lo ofrecía a Cristo con humildad y amor.
San Alejo, por su parte, perseveraba en la vida religiosa con fidelidad heroica. Amaba profundamente a la Virgen María, y exhortaba a todos sus hermanos a honrarla cada día, especialmente meditando con compasión en sus dolores. Sufría en silencio muchas pruebas interiores. Durante años, fue acosado por fuertes tentaciones, especialmente contra la pureza. Estas luchas espirituales eran intensas y dolorosas, y muchas veces eran acompañadas por burlas, desprecios y humillaciones por parte de quienes no comprendían su vocación. Pero él las soportaba con humildad y confianza en Jesucristo.
El sufrimiento que más le hería el alma no era físico, sino espiritual: el dolor por los pecados de impureza que veía cometer a su alrededor, especialmente entre los jóvenes. Estos pecados, que ofenden gravemente la pureza que Dios ama tanto, causaban en su corazón una verdadera pasión de compasión. San Alejo ofrecía su oración, sus lágrimas, sus ayunos y penitencias para reparar estas ofensas, y pedía cada día a Dios que salvara a las almas atrapadas por esta esclavitud. A veces lloraba durante la oración, suplicando que el mundo volviera a la inocencia y a la castidad cristiana. Todo lo ofrecía por amor a Jesucristo y a la Santísima Virgen.
Su fidelidad no pasó desapercibida en el Cielo. El papa Benedicto XI, reconociendo el fruto de la obra que había fundado, confirmó solemnemente la Orden de los Siervos de María mediante bula apostólica dada en el palacio de Letrán el 11 de febrero del año 1304. Este reconocimiento fue un consuelo para Alejo, que ya veía cercana su partida.
Después de servir al Señor durante setenta y siete años de vida religiosa, y habiendo alcanzado ciento diez años de edad, san Alejo se preparó con gozo para encontrarse con su Esposo celestial. Cuando se supo que estaba por morir, el pueblo entero acudió a su lecho. Todos deseaban ver por última vez al santo varón.
Estaba sonriente, tranquilo, esperando con alegría la llegada de Jesucristo. De pronto, comenzaron a volar palomas a su alrededor. Nadie supo de dónde venían. Las personas presentes entendieron que eran ángeles, enviados a recoger el alma del siervo fiel.
Entonces, con voz fuerte, Alejo miró hacia lo alto y exclamó:
“¡Arrodíllense todos! ¿No ven a Jesús? ¡Dichoso el que lo sirve con humildad y pureza! ¡Una corona gloriosa le espera!”
Luego comenzó a rezar, como solía hacer cada día, cien Avemarías. Las recitó con devoción, una tras otra. Al llegar a la última, exhaló dulcemente el alma. Murió el 17 de febrero del año 1310, rodeado de veneración.
La conmoción del pueblo fue inmensa. Todos lloraban y lo veneraban como un santo. Después de varios días, su cuerpo fue trasladado por orden del prior padre Amadio al Santo Monte, donde descansan también los demás fundadores de la Orden.
Este testimonio fue escrito por Nicolás de Pistoia, que lo conoció en vida, y confirmado por otros testigos, como Pedro de Tuderto, Tadeo Adamario, Pablo Atavanti, Miguel Pocciante, Tomás de Verona y los biógrafos de santa Juliana.
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