El penitente sin paz

 Había pasado la hora de completas. La noche se había adueñado de los claustros, y una bruma espesa cubría los senderos de piedra como un sudario. Dentro del monasterio, el silencio no era pacífico: era denso, inquietante, como si ocultara algo que no quería ser descubierto.

Fray Ramón, como solía hacer los viernes, permanecía en oración dentro del confesionario del viejo oratorio, una pequeña capilla secundaria junto al jardín de los naranjos, ahora marchitos por el invierno. El cirio que lo alumbraba titilaba con nerviosismo, como si sintiera lo que él aún no percibía

Fue entonces cuando oyó los pasos.

No eran pasos firmes, sino arrastrados, irregulares, como si el alma que los diera caminara bajo una carga imposible de sostener. No se alarmó; era hombre de fe, curtido en noches de oración, exorcismos y vigilias. Pero algo en el aire era distinto.

—¿Quién anda ahí? —preguntó sin alzar la voz.

No hubo respuesta.

El sonido se detuvo junto al reclinatorio, y desde la penumbra surgió una figura cubierta con lo que parecía un hábito antiguo, ya carcomido por la humedad del tiempo. No tenía rostro. O, mejor dicho, su rostro cambiaba, se desdibujaba a cada intento de mirarlo directamente. Pero su voz… esa sí se ancló en el alma del fraile.

—Padre… he venido a confesar un pecado… que ya no tiene remedio.

Fray Ramón lo invitó a hablar. No por cortesía, sino porque en su interior sabía que había sido elegido para escuchar.

—Fui uno como usted. Monje de buena fama. Sabía los salmos, citaba la Escritura… pero no guardé el corazón. Mi lengua… —el espectro bajó la cabeza—, mi lengua fue daga escondida. A los que se amaban, sembré entre ellos sospecha. A los que se entendían, les sembré duda. Callaba lo que podía suavizar la discordia, y añadía lo que la avivara.

Fray Ramón apretó la cruz de su rosario. Sintió un escalofrío subirle por la espalda. El otro continuó:

—Me gozaba en contar lo que hería. Disfrazaba de preocupación lo que era puro veneno. Fingía que buscaba la paz, pero introducía la discordia como quien esparce sal sobre la herida. Lo hacía con arte, con método, con deleite.

—¿Y qué te ocurrió?

—Una noche, fui llevado al tribunal del Juez eterno. No hablaron ángeles ni se oyeron trompetas. Solo me mostraron los efectos de mis palabras. Las rupturas, las enemistades, las almas que se enfriaron en la caridad por causa de mi lengua. Y escuché la sentencia de Eclesiástico: Plaga linguæ comminuet ossa. La plaga de la lengua rompe los huesos. Pero no solo los quebranta… los parte.

Su voz tembló, como quien revive el horror en cada sílaba.

—Vi a los fieles como huesos del Cuerpo de Cristo, y yo los había partido. Y como un hueso roto no se puede soldar sin dejar cicatriz… así mis víctimas nunca sanaron. Amistades santas quedaron divididas para siempre. Vocaciones rotas. Familias destruidas.

Y añadió, con un temblor de muerte:

—Mi castigo fue exacto: como quité la paz de muchos, ahora no tengo paz con ninguno. Guerra con todos… y guerra conmigo mismo. ¡Oh, si supieras, padre, lo que es vivir sin descanso, sin consuelo, sin un rincón donde reposar la conciencia! ¡Oh, si supieras lo que es hablar y no ser escuchado, mirar y no ser visto, existir y no ser amado ni por Dios ni por criatura!

Fray Ramón cerró los ojos. No por miedo, sino por compasión. En su interior, rezó una oración silenciosa, temblorosa. Cuando volvió a abrirlos, el espectro aún seguía allí.

—¿Y qué deseas?

—Quiero que sepas. Que lo escribas. Que lo cuentes. Para que otros no hagan lo que yo hice. Que todo fraile, toda monja, todo cristiano sepa que la murmuración no es ligera. Que la lengua que divide, aunque diga la verdad, peca gravemente. Y que no se diga que nadie lo advirtió.

Entonces la figura se desvaneció. No como humo, sino como si fuera borrada por una mano invisible. Quedó un frío extraño, pero no maligno. Como un eco de justicia que ya no puede ser ignorado.

Fray Ramón se levantó. Fue a su celda, tomó su cuaderno de notas, y escribió lo que había oído con la caligrafía firme de los que han visto lo invisible.

Y en el margen inferior, escribió con trazo más fuerte:

 “Hay pecados que destruyen cuerpos. Pero hay otros que parten el alma de los hermanos. Que todo el que hable, lo haga para edificar. Porque al que destruye la paz, Dios le retirará la suya”.

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