San Ignacio de Antioquía hablaba de dos monedas: una perteneciente a Dios y otra al mundo. Cada una lleva grabada una imagen distinta, reflejo de prioridades opuestas. La pregunta que se nos plantea es sencilla, pero profundamente desafiante: al contemplar nuestra vida, ¿qué moneda estamos utilizando? ¿Qué rostro mostramos al mundo? ¿Nuestra vida está marcada por una actividad frenética o por una confianza serena en que el amor de Dios basta?
La realidad es que estamos llamados a ser como Marta y María. Llamados a servir, a trabajar, a amar a nuestras familias y al prójimo. Pero, antes de todo eso, estamos llamados a estar con Jesús. A escucharle. A orar. A dejarnos amar por Dios, para que todo lo que hagamos brote de ese amor. Porque cuando ponemos a Dios en el centro, cuando permitimos que el Espíritu Santo llene nuestro corazón, nuestro trabajo trasciende lo cotidiano y se convierte en un acto de adoración..
¿Y por qué debemos poner a Dios en primer lugar? Por lo que Jesús hizo por nosotros en el Misterio Pascual: su pasión, muerte y resurrección. A través de su sacrificio, nos abrió el camino a la reconciliación con el Padre, al perdón de nuestros pecados y a la participación en la vida divina. Cada vez que nos sentamos a los pies de Jesús en oración, cada vez que elegimos el amor sobre la ansiedad, vivimos el don de la vida nueva que Él nos ha conquistado. No es solo nuestra fuerza la que nos permite elegir la mejor parte: es Cristo quien vive en nosotros, por medio del Espíritu Santo, gracias a la cruz y a la tumba vacía.
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