"Ellas no negaron a Cristo… y vencieron al imperio"

 Mártires de Cristo: Agape, Chionia e Irene

3 y 4 de abril, año 304. Persecución de Diocleciano.

El gobernador Dulcesio interrogaba a las tres hermanas cristianas. Les preguntó si poseían libros sagrados.

Chionia respondió con firmeza:

—No tenemos ninguno, porque los emperadores, con su crueldad, nos los han quitado.

Entonces Dulcesio le preguntó:

—¿Y quién les enseñó esa religión?

Chionia respondió:

—El Dios todopoderoso y su Hijo único, nuestro Señor Jesucristo.


El gobernador, con tono de reproche, dijo:

—Es claro que están obligadas a someterse a la devoción de nuestros emperadores. Y después de tantas advertencias, edictos y amenazas, ustedes, con locura y arrogancia, siguen despreciando las órdenes imperiales y se aferran al nombre de cristianas. Por eso les daré el castigo que merecen.

Y pronunció la sentencia:

—A Agape y Chionia, que con obstinación y rebeldía han despreciado los edictos de nuestros emperadores y siguen en esa religión vana y maldita, mando que sean quemadas vivas.

A Agatón, Casia, Filipa e Irene, que aún no han sido juzgadas completamente, se les llevará a prisión.

Las siervas de Cristo fueron llevadas al fuego, pero ocurrió un milagro: aunque las llamas eran intensas y crueles, como las del horno de Babilonia, no las tocaron. El fuego fue más piadoso que el juez tirano. Como en tiempos antiguos, cuando el fuego respetó a los tres jóvenes en Babilonia, así ahora se volvió como un lecho florido para estas vírgenes puras.

El milagro fue visible para todos, pero las santas no querían ser solo testigos del poder divino: querían entregar su vida por su Esposo celestial. Por eso elevaron una oración a Jesús, pidiéndole que les concediera la corona del martirio.

El Señor las escuchó con ternura. Entregaron su espíritu en paz y, desde el fuego, fueron llevadas por los ángeles al cielo, donde ahora se gozan eternamente con su Esposo Jesucristo

Al día siguiente, Dulcesio mandó traer a Irene. Le reprochó haber escondido los libros sagrados y haber mentido al respecto. Le exigió que abandonara la fe cristiana y obedeciera los edictos imperiales.

—Imita a tus hermanas —le dijo—. Ellas murieron; tú puedes evitar lo mismo.


Irene respondió con voz firme:

—¡No, por cierto! Y lo juro por el Dios todopoderoso, creador del cielo, de la tierra y del mar. Aquel que niegue a Jesús, el Verbo de Dios, merece el fuego eterno. ¡Yo no le negaré jamás!

—¿Quién te enseñó a esconder los libros? —le preguntó el juez.

—El mismo Dios todopoderoso, que nos ordenó amarle hasta la muerte —respondió Irene—. Y por eso no te diré quién fue, aunque me quemes viva o me des mil tormentos.

Dulcesio insistió:

—¿Quién te veía en casa? ¿Quién sabía lo que hacías?

—Solo Dios, que todo lo ve y todo lo sabe. Ni siquiera nuestros criados lo supieron, porque los temíamos más que a enemigos, por si nos delataban.

—¿Dónde te escondiste cuando se publicaron los edictos? —le preguntó.

—Iba por los montes, a cielo abierto, donde Dios quiso —dijo Irene—. Dios fue quien me alimentó.

—¿Lo sabía tu padre?

—No, señor.

—¿Y tus vecinos?

—Pregúntales tú, si quieres saberlo.

El gobernador, viendo que no podía sacarle ninguna información, ordenó enviarla a una casa pública, donde se forzaba a mujeres a la prostitución. Pero Dios la protegió. Nadie se atrevió a tocarla ni a dirigirle palabra deshonesta. Al saber esto, Dulcesio mandó traerla de nuevo, y como seguía firme en la fe de Cristo, dictó la sentencia:

—¡Que sea quemada como sus hermanas!

Irene fue conducida al fuego. Iba cantando salmos con alegría, alabando a su Esposo celestial. Las llamas no la tocaban; parecía rodeada de gloria. Allí, en medio del fuego, se quedó en oración profunda, y entregó su alma purísima al Señor, que la esperaba con la corona de los mártires.


El martirio de Agape y Chionia fue el 3 de abril, y el de Irene el 4 de abril del año 304, durante el noveno consulado de Diocleciano y el octavo de Maximiano.

Su vida y pasión fue escrita por san Beda, Usuardo, Adón, Metafraste, Lipomano, Surius, Niceforo, el Martirologio Romano y el cardenal Baronio.

Uno de los trofeos más grandes que puede alzar la Iglesia católica ante el mundo es este: que unas jóvenes doncellas, mujeres frágiles ante los ojos del mundo, hayan vencido el poder de un emperador cruel, un juez despiadado y soldados armados de odio.

¡Qué triunfo tan admirable! Ellas no llevaban armas, solo ofrecían su cuello al verdugo y su cuerpo virginal a las llamas. Se humillaron… y vencieron. Se rindieron… y fueron coronadas. Esa es la glor

ia de los santos: vencer amando, triunfar sufriendo, vivir muriendo por Jesús.


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