Año 387, en el desierto de Scetis, Egipto
En los días en que muchos hombres y mujeres dejaban el mundo para consagrarse a Dios en la soledad del desierto, vivía en Scetis un anciano llamado Abba Elías, venerado por su sabiduría y su pureza de vida. A su celda acudían jóvenes monjes deseosos de aprender a vivir según el Espíritu.
Un día, tres discípulos —Juan, Teodoro y Marcos— se acercaron al anciano con gran inquietud. Habían escuchado muchas enseñanzas sobre el pecado, pero deseaban saber cuál era el más grave a los ojos de Dios.
—Abba Elías, —preguntó Juan con reverencia—, ¿cuál es el mayor de todos los pecados?
El anciano, que había pasado más de cuarenta años en el silencio y la oración, alzó lentamente la vista y dijo:
—Comerse las almas de los hombres.
Los jóvenes se miraron entre sí, turbados por la extraña expresión.
—¿Qué quiere decir eso, padre? —preguntó Teodoro, aún más curioso.
Entonces Abba Elías se incorporó un poco y, con voz serena pero firme, explicó:
—El murmurador es como un cerdo salvaje que camina torcido. Primero lame con apariencia de compasión… pero luego destruye con sus palabras. Así es el que habla mal de su hermano: devora su alma sin tocar su carne.
—¿Y cómo lo hace, padre? —insistió Marcos, conmovido.
El anciano prosiguió:
—Hay cinco formas con las que los detractores se alimentan de las almas ajenas:
1. Revelan los pecados ocultos de los demás.
2. Aumentan con exageraciones los pecados ya conocidos.
3. Inventan mentiras contra los inocentes.
4. Ocultan el bien que alguien ha hecho.
5. Y lo más terrible: convierten lo bueno en malo con sus juicios retorcidos.
Los tres jóvenes guardaron silencio, sobrecogidos. Sabían que alguna vez habían murmurado sin medir el daño. Uno de ellos, Juan, comenzó a llorar.
—Abba, ¿hay esperanza para los que han cometido esto?
—Sí, hijo mío —respondió el anciano—. Mientras vivamos, la misericordia de Dios nos espera. Pero aquel que no se detiene, el que se alimenta de palabras venenosas, un día será entregado al mismo fuego que preparó con su lengua. Por eso, guarda tu corazón como si guardases un altar: que en él no haya juicio, ni burla, ni crítica... sólo oración por los hermanos.
Y desde aquel día, los tres discípulos jamás volvieron a hablar mal de nadie. Antes bien, cuando oían a otros murmurar, se retiraban en silencio y rezaban por quienes no comprendían el peso de una palabra dicha sin caridad.
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