Amados hermanos en Cristo:
Vivimos tiempos en los que la confusión doctrinal se ha vuelto moneda corriente. Muchos cristianos, movidos más por la soberbia que por la verdad, se apartan del Evangelio auténtico para seguir sus propias opiniones, dividiendo el Cuerpo de Cristo en mil pedazos.
Esto no es nuevo. Ya lo decía san Pablo con claridad en su carta a los Gálatas:
"Me maravillo de que tan pronto os hayáis alejado del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente" (carta a los Gálatas, capítulo 1, versículo 6).
¿Cuántas herejías han surgido a lo largo de la historia? ¿Y cuántas de ellas podrían haberse evitado si hubiese habido humildad, mansedumbre y verdadero amor por la unidad?
Hoy repetimos los mismos errores de nuestros antepasados: discutimos por minucias, nos dividimos por detalles que no tocan la sustancia de la fe, y terminamos negando incluso lo esencial. Como dice la Escritura:
"Evita profanas y vanas palabrerías, porque conducirán más y más a la impiedad" (segunda carta a Timoteo, capítulo 2, versículo 16).
Dios, en su infinita misericordia, permitió que en nuestra generación resplandeciera de nuevo la luz de la verdad. Nos dio pastores fieles, doctrina sana, y la riqueza de los sacramentos. Pero en vez de custodiar este tesoro, ¿qué hemos hecho?
Nos comportamos como si tuviéramos los ojos cerrados. En vez de arrepentirnos, repetimos los mismos errores, y lo que es peor: con más violencia que nunca. Nos lanzamos al ataque contra todo aquel que no repita nuestras palabras, sin caridad ni prudencia. Como si el Evangelio fuera una espada para destruir al hermano, y no para cortar el pecado.
Pero el apóstol advierte:
"Si alguno enseña otra doctrina, y no se conforma a las sanas palabras de nuestro Señor Jesucristo y a la doctrina que es conforme a la piedad, está envanecido, nada sabe, y delira acerca de cuestiones y contiendas de palabras" (primera carta a Timoteo, capítulo 6, versículos 3 al 4).
Hermanos: no todo lo que se llama cristiano lo es. No todo el que habla de Jesús lo sigue. Y no toda comunidad que usa la Biblia está en la verdad. Por eso, debemos orar y vigilar, como dice el Señor:
"Mirad que nadie os engañe. Porque vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo; y a muchos engañarán" (evangelio según san Mateo, capítulo 24, versículos 4 al 5).
Nuestra fe es católica, una, santa y apostólica. No necesitamos nuevas interpretaciones, nuevas revelaciones, ni evangelios adulterados. Necesitamos fidelidad, obediencia y amor a la verdad. No olvidemos que Jesús rogó al Padre:
"Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí, y yo en ti" (evangelio según san Juan, capítulo 17, versículo 21).
Si queremos ser verdaderamente cristianos, renunciemos a todo espíritu de división. Combatamos el error, sí, pero con la mansedumbre de Cristo. Defendamos la verdad, pero sin caer en el orgullo de los que se creen dueños del Evangelio.
Y si vemos que nuestra Iglesia sufre por las divisiones internas, no echemos más leña al fuego. Al contrario, lloremos por ella, amémosla, y trabajemos por su unidad y pureza.
Que María Santísima, destrucción de las herejías y Madre de la Iglesia, interceda por nosotros.
Amén.
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