Deshecho en llanto, con el alma rota y el cuerpo tembloroso



 san Vitorino, obispo, cuenta Surio que, habiendo vivido durante años con su hermano Severino en vida de virtud, oración y recogimiento, sintió un día en su corazón el deseo de mayor soledad para acercarse más a Dios. Así, con buena intención, se apartó de su hermano para vivir en retiro y penitencia.

Pero lejos del amparo fraterno, el enemigo de las almas vio una oportunidad. Una noche, mientras oraba, el demonio se le apareció en figura de mujer, hermosa y seductora, con una dulzura engañosa que parecía inocente. Vitorino, turbado y falto del auxilio fraterno, cayó en pecado. Apenas ocurrió, la figura desapareció, y un profundo silencio le envolvió.

De pronto, en el aire resonaron voces infernales, burlonas y crueles, como cuchillos en el alma: “¿Qué haces, varón perfecto? ¿Tú, que te apartaste de tu hermano por buscar mayor santidad, y te has unido a otro? ¿Tú, que predicabas la castidad, has caído ahora como un necio?” Aquellas voces no eran solo palabras, eran dardos que perforaban su conciencia, sembrando vergüenza y tentación de desesperación.

Deshecho en llanto, con el alma rota y el cuerpo tembloroso, Vitorino comprendió su fragilidad humana. Se sintió desnudo ante Dios, traicionado por su carne, y herido por su soberbia de creer que solo podía resistir las asechanzas del enemigo. Con profunda humildad y gran dolor en el corazón, volvió a su hermano Severino, quien lo recibió con lágrimas, sabiendo que en el arrepentimiento sincero hay más gloria que en la caída.

Severino le impuso una dura penitencia, no por castigo, sino como medicina del alma. Y Vitorino la abrazó con todo su ser: ayunos prolongados, noches en vela, oración constante, lágrimas sin fin. No buscaba volver a ser estimado, sino alcanzar el perdón de Dios.

Con el tiempo, aquel dolor se convirtió en fuego de amor puro. El que había sido tentado por la carne, fue fortalecido por la gracia. Y así, su vida fue sellada con el martirio: derramó su sangre por Cristo, y fue recibido como mártir glorioso, no por no haber caído, sino por haberse levantado con humildad, fidelidad y amor inquebrantable.

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