“La visión de Santo Domingo y la misión de misericordia: cuando el cielo intercede por el mundo”

 

Santo Domingo, en una de sus fervorosas oraciones ante el Santísimo Sacramento, fue arrebatado en espíritu y tuvo una visión celestial. En ella vio al Señor Jesucristo sentado en un trono real, rodeado de majestad, pero con semblante serio y severo. No era Él quien deseaba castigar, pero permitía que los demonios azotaran al mundo con tres lanzas como castigo por los graves pecados de la humanidad. La tierra estaba siendo duramente probada por la justicia divina permitida, no deseada, por el Hijo de Dios.

Ante este cuadro de dolor, la Santísima Virgen María se postró a los pies de su Hijo, abrazándolos con ternura y fuerza, suplicándole misericordia para los redimidos con su Sangre. Jesús le mostraba las razones infinitas que tenía para permitir la justicia, pero la dulce Madre replicaba con firmeza:

"Hijo mío, os suplico que una vez más obréis con vuestra misericordia. Aceptad mis ruegos y esperad la penitencia de los hombres. Yo misma me encargaré de que vuelvan a la razón y se conviertan con sincero arrepentimiento, porque vuestra eterna bondad no quiere su condenación, sino su salvación."

 Entonces la Reina del Cielo le presentó a dos hombres santos. Uno era el mismo Santo Domingo, y el otro, a quien aún no conocía, era un nuevo serafín creado por Dios para bien de la Iglesia: el gloriosísimo San Francisco. Ambos habían sido formados por el Espíritu Santo y llevados a Roma para establecer sus órdenes y renovar la vida cristiana.

María Santísima dijo:

"Hijo mío, estos son los que pueden encaminar al mundo perdido. Con su predicación y ejemplo, muchos regresarán al camino de la verdad. Recibidlos como vuestros instrumentos."

Ante las súplicas de su Madre, el Señor se mostró benigno. Aceptó a estos dos valientes capitanes celestiales para esta nueva conquista espiritual, y dijo que esperaría el fruto de su misión y la conversión de los hombres.

Santo Domingo, fortalecido por la visión, salió de la iglesia de San Pedro lleno de consuelo y determinación. No esperó ayuda humana ni se detuvo ante las dificultades: sabía que era Dios quien guiaba la causa y que el cielo entero lo respaldaba.

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