en la región de Tolosa, un hombre pagano fue sorprendido robando en una casa del vecindario. Los vecinos, furiosos por lo ocurrido y por las viejas sospechas que ya cargaba el hombre, lo acusaron de ser un hereje y ladrón. Sin juicio ni mediación, decidieron tomar la justicia por sus manos y lo ataron a una estaca, preparándolo para ser quemado vivo.
Cuando el fuego fue encendido y las llamas comenzaron a subir, el pagano, lleno de pánico, gritó: “¡Dios mío, ayúdame!”. Entonces, ante los ojos de todos, el fuego se separó a su alrededor y no le hizo daño. A pesar de que las llamas crecían, el hombre seguía intacto mientras continuaba implorando. De pronto, una intensa lluvia cayó del cielo, apagando el fuego por completo.
El pueblo, confundido y asustado, empezó a dudar de lo que había hecho. Algunos pensaron que era una señal divina para salvarlo, mientras otros creían que era obra del demonio. En medio del alboroto, un sacerdote inquisidor, que había presenciado todo, se abrió paso entre la multitud.
Este sacerdote llevaba consigo en secreto el Santísimo Sacramento, y con profunda convicción se dirigió al lugar donde había estado la hoguera. Frente al pueblo, sacó el cuerpo de Cristo y lo alzó, diciendo con solemnidad:
> “Jesucristo, tú que mostraste misericordia incluso al ladrón en la cruz, te suplico por tu sagrado cuerpo que muestres si este hombre es digno de tu compasión o si ha sido engañado por el enemigo.”
Pero entonces, mientras el sacerdote oraba, se escuchó una voz profunda y oscura que surgía del mismo lugar donde estaba el hombre. Era el demonio, que gritó:
> “El Señor está aquí, porque es verdadero y bueno. Esta criatura ya no puede retenerme. Tu poder me ha expulsado, y no puedo permanecer: las llamas me queman.”
Al oír esto, el sacerdote exclamó:
> “¡Entonces que la verdad se manifieste y que la luz de Cristo libere este alma si aún hay esperanza para ella!”
El pagano, al escuchar las palabras y la voz demoníaca que hablaba a través de él, comenzó a llorar y cayó de rodillas. Fue consumido lentamente por un fuego que brotó sin llama visible, como si lo purificara.
El pueblo, conmovido y temeroso, guardó silencio. El sacerdote se arrodilló, oró por su alma y dijo:
> “La justicia de Dios es misteriosa, pero su misericordia no abandona ni siquiera al más perdido si clama de verdad.”
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