Tras la conversión de Afra, una antigua sacerdotisa del paganismo, el obispo Narciso se retiró a orar en silencio, agradeciendo a Dios por aquella alma rescatada del abismo. Fue entonces cuando, envuelto en una luz que no quemaba pero cegaba a los sentidos, se le apareció un ángel, con el rostro cubierto y la voz como brisa de tormenta. Le dijo:
—El demonio clama por un alma que ya no le pertenece. Dame permiso para humillarlo.
El obispo, sobrecogido, inclinó la cabeza y respondió:
—Haz lo que el Señor te ha enviado a hacer.
Aquella misma noche, el ángel descendió sobre los campos donde el dragón, una bestia infernal que escupía fuego y sembraba muerte, tenía sometida a toda la región. Era una criatura nacida del odio de los hombres y de pactos oscuros que los antepasados sellaron con sangre.
El ángel, invisible a los ojos humanos, se enfrentó al demonio que habitaba en la bestia. No con armas, sino con autoridad celestial. Le ordenó destruirse a sí mismo, a su propia creación, como castigo y señal de su derrota.
Los aldeanos, escondidos en sus casas, escucharon los rugidos del monstruo, los temblores de la tierra y vieron, desde lejos, cómo la criatura estallaba en un fuego que no consumía nada salvo su propia carne. Nadie entendía lo que había ocurrido. Creyeron que el dragón había sido alcanzado por un castigo divino, y en cierto modo, así fue.
Solo el obispo Narciso sabía la verdad: un ángel había pasado por su tierra. Y donde el ángel pisa, el demonio huye y la oscuridad no puede mantenerse.
Desde entonces, los aldeanos comenzaron a acudir a la fe con nuevos ojos. No por miedo, sino porque habían presenciado que hay un poder mayor, uno que no necesita ser visto para salvar.
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