Un caballero fue emboscado por sus enemigos en medio de un campo y, gravemente herido, encontró la muerte a la vista. En su último suspiro, lleno de remordimiento y dolor por sus faltas, clamó con una profunda contrición: "¡Señor, ten piedad de mí!".
Poco después de su muerte, un hombre que estaba poseído por un demonio fue atormentado con gran furia. Este hombre, al estar bajo el dominio del demonio, no podía encontrar paz ni descanso. Los presentes, asustados por la intensidad de su sufrimiento, preguntaron al demonio la razón de tal tormento. El demonio, con voz burlona, respondió con frialdad: “Muchos de nosotros estábamos reunidos para llevarnos el alma de ese caballero, ya que su vida había sido dura y su corazón endurecido. Sin embargo, en su última hora, la contrición profunda que experimentó lo liberó de nuestras garras. Ahora, quiero vengarme de otro ser humano en su lugar, porque esa contrición nos venció”.
Ante tal respuesta, alguien, confiando en el poder de Cristo, le ordenó al demonio, en su nombre, que revelara lo que el caballero había dicho antes de morir. El demonio, riendo con malicia, finalmente admitió: "Antes de morir, el caballero se alegró profundamente, glorificando a Dios con su último aliento".
Este acto de contrición, aunque tardío, fue suficiente para que el alma del caballero encontrara la gracia divina. A pesar de su vida llena de errores y faltas, su arrepentimiento sincero fue aceptado por Dios, lo que sorprendió incluso a las fuerzas del mal. El demonio, incapaz de reclamar su alma, se vio obligado a reconocer el poder transformador de la contrición genuina, dejando en claro que, aunque la misericordia de Dios pueda ser tardía, siempre es suficiente para perdonar incluso los peores pecados.
Comentarios
Publicar un comentario