Hermanos míos en Cristo:
Por mil muertes que nos tocara padecer, si fueren por Cristo, bienvenidas sean. Así hablaba San Pablo, con la firmeza del alma que vive entregada a la verdad eterna, cuando decía en su carta: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿El peligro? ¿La persecución? ¿La espada?” No, hermanos. Ninguna de estas cosas podrá apartarnos de la fe y del amor de Jesucristo.
El verdadero cristiano —el que busca con sinceridad la salvación de su alma— ha de sujetar su entendimiento, su voluntad y su corazón a las enseñanzas de la Santa Fe Católica y a la doctrina de nuestra Santa Madre Iglesia. San Pablo lo expresa con claridad cuando dice: “Llevamos cautivo todo entendimiento para que obedezca a Cristo.”
Y esta Iglesia Católica, que es Una, Santa, Católica y Apostólica, tiene por Cabeza a Cristo, nuestro Señor, cuyo primer vicario fue San Pedro. Y tras él, todos los demás Pontífices Romanos, hasta el día de hoy, son sus legítimos sucesores.
En esta Iglesia confesamos un solo Dios, un solo Bautismo, una sola Fe y todos los demás artículos de nuestra fe católica. Esta fe, hermanos, no pasará jamás, sino que durará hasta el día del Juicio, tal como lo prometió el mismo Cristo a su apóstol Pedro —y en su persona, a todos los sucesores que vendrían— cuando dijo: “Yo he rogado por ti, Pedro, para que tu fe no desfallezca.”
Por eso, aun cuando vengan tiempos de prueba, aun cuando arrecie la tormenta del mundo o la espada del perseguidor nos amenace, no dudemos. No temamos. Mantengámonos firmes, porque Cristo está con su Iglesia y su promesa es eterna.
Amén.
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