El Lamento del Que Vio a Dios y Lo Rechazó"

 

Era una noche sin luna. El viento apenas movía las hojas secas del viejo jardín detrás de la parroquia. Tomás, un muchacho de diecisiete años, caminaba entre los arbustos, con el alma en silencio y la mente hecha un torbellino. Llevaba semanas cuestionando su fe. Las misas le parecían vacías, la confesión una rutina, y la Iglesia... una institución de hombres, no de Dios. Esa noche había tomado la decisión: dejaría de ir. Ya no más. En su corazón pensaba: “¿De qué sirve? ¿Qué pierdo si me aparto?”

Se sentó bajo un árbol, donde solía rezar de niño. Miró al cielo oscuro. “Dios… si de verdad estás ahí, háblame. Porque ya no lo siento. Ya no lo veo.”

Entonces, el aire se volvió pesado. Un olor a azufre, como de algo quemado, empezó a colarse entre los árboles. Tomás se puso de pie. El silencio se rompió por un crujido, y luego otro… y de pronto, frente a él, apareció una figura envuelta en llamas, pero no eran llamas que consumían, sino que ardían con una tristeza indescriptible. Era un hombre… o lo que quedaba de él.

Tomás retrocedió, aterrado.

—No temas… —dijo la figura, con voz quebrada—. No he venido a hacerte daño, sino a evitar que tomes el mismo camino que yo tomé.

—¿Quién eres? —preguntó el muchacho, con la garganta seca.

—Fui como tú. Creí que no importaba dejar a Dios. Pensé que pecar poco o mucho daba lo mismo, porque igual perdería a Dios. Me condené... y ahora sé cuán terrible fue mi error.

La figura se arrodilló, con fuego brotando de sus ojos.

—Todos los condenados dejamos de ver a Dios. Pero el tormento no es igual para todos. Sufrimos según el conocimiento que tuvimos del bien perdido. Yo conocí la verdad. Conocí a Cristo. Y aun así, lo rechacé por comodidad, por soberbia. Y ahora, mi dolor es mayor. Porque cuanto más entiendes lo que perdiste, más profundo es el abismo del alma.

Tomás sentía que el suelo temblaba bajo sus pies.

—Pensé que Dios perdonaba siempre...

—¡Y lo hace! —gritó el alma, con lágrimas ardiendo—. Pero solo si uno se vuelve a Él con humildad. Yo me reí de la misa, de la confesión, del Cuerpo de Cristo en la Eucaristía. Me alejé… y morí así. Ahora, cada instante de eternidad es una conciencia viva de lo que he perdido para siempre. Y no hay vuelta atrás.

El fuego pareció aumentar, y la figura gritó:

—¡No lo hagas, Tomás! No abandones la gracia. No pienses que tu alma vale lo mismo si peca mil veces o mil quinientas. Cada pecado añade oscuridad, y cada uno hace más profundo el dolor eterno si mueres sin arrepentirte. ¡Vuelve a Dios! ¡Ama la misa! ¡Corre a la confesión mientras puedes!

Y con un lamento que estremeció la noche, la figura desapareció, como absorbida por la tierra misma. El aire quedó frío y limpio. Y el jardín, en un silencio sagrado.

Tomás cayó de rodillas, con el rostro empapado de lágrimas.

—Señor… perdóname.

Desde entonces, volvió a la Iglesia con fervor. Nunca volvió a dudar de la importancia de cada misa, de cada sacramento. Porque sabía, en lo más profundo de su alma, que el infierno no era solo fuego, sino saber que se ha perdido para siempre el amor de Dios… y haberlo tenido tan cerca.

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