El Lamento de Girolamo



Corría el año del Señor de 1612, cuando Tommaso Viviani, un labrador de corazón piadoso pero silencioso, pasaba sus días en la soledad de su casa de piedra, a las afueras de Monticello d’Alba, un pueblo modesto entre colinas y viñas del norte de Italia.

Habían pasado doce años desde que enterró a su hermano menor, Girolamo, quien murió súbitamente a los veintiséis años, en flor de vida. Nadie hablaba mal de él, pues era alegre, servicial y de palabra fácil, aunque algunos viejos lo miraban con desconfianza, sabiendo que gustaba de vestirse con cierto exceso, peinarse con esmero y rodearse de compañías livianas.

Una noche de octubre, cuando el viento rasgaba las ramas secas de los olivos y el fuego de la chimenea ya declinaba, Tommaso se sintió inquieto. Una sombra recorrió la pared como si alguien hubiera cruzado la habitación, aunque la puerta seguía cerrada. Al volverse, su sangre se heló.

Allí estaba Girolamo.

No era carne ni niebla, sino algo intermedio, transparente y doloroso. Su rostro era el de siempre, pero afligido por una pena que no era de este mundo.

—Tommaso... soy yo —dijo la figura, con voz temblorosa—. No temas, hermano. No vengo a pedir oro, ni pan... sino oración.

Tommaso cayó de rodillas, temblando.

—¡Girolamo! ¿Eres tú? ¿Qué haces aquí? ¿Vienes del Cielo?

El alma bajó los ojos.

—Aún no. Estoy en el Purgatorio, donde los justos se purifican con fuego sin llama y llanto sin lágrimas. Allí sufro por los placeres con los que ensucié el alma... y vengo a pedirte auxilio.

—¿Qué placeres? —balbuceó Tommaso.

—El gusto y la lengua me condenaron: me deleité en manjares sin necesidad, y mi boca se manchó con palabras deshonestas, con bromas dobles, provocaciones impuras y risas torpes. Ahora, mi lengua está apretada por mordazas de hierro candente, y bebo hiel de dragones y el veneno de los áspides, como está escrito por los profetas.

—Dios mío... —murmuró Tommaso.

—Mis cabellos, que peinaba con vanidad, ahora arden. Demonios me rasgan con peines de hierro. Los collares y manillas que vestía con orgullo son ahora culebras que se me enroscan al cuello y las muñecas, y se tornan en férreas esposas, como lo cantó el salmista: Alligandos reges eorum in compedibus, nobiles eorum in manicis ferreis.

Tommaso escondió el rostro entre las manos.

—¿Y no hay esperanza?

Entonces, por primera vez, el alma pareció sonreír suavemente, con un brillo que no era de este mundo.

—Sí, hermano... toda alma en el Purgatorio tiene esperanza. Aunque sufro, sé que un día entraré en la Gloria. Pero tú puedes apresurar ese día. Cada misa que mandes decir por mí es como un bálsamo en mis heridas. Cada oración tuya es un respiro. Cada limosna en mi nombre, una llave que abre los cerrojos de mi prisión.

Tommaso asintió, sin levantar la vista.

—Lo haré. Lo juro. Haré que el padre Matteo diga misas. Rezaré el rosario cada noche. Haré ayuno.

—Eso te lo agradeceré eternamente.

Entonces el alma se detuvo, y su voz se tornó más grave.

—Pero no todos tuvieron mi suerte.

—¿Qué quieres decir?

—Marcello... mi compañero de andanzas... él no está en el Purgatorio. Él cayó en lo profundo. Donde no hay esperanza, ni tiempo, ni fin. Las mismas penas que yo sufro, él las padece multiplicadas por mil, y para siempre.

El silencio cayó como una losa.

—Dile a todos, Tommaso —continuó—. Diles que no jueguen con la impureza, que no desprecien el sacramento de la confesión. Que no se rían de las palabras sucias, ni del vestir vano. Que no crean que el Infierno es una historia vieja. Yo lo he visto. Y el Purgatorio es misericordia… pero no es leve.

El fuego de la chimenea se extinguió por completo. Girolamo se desvaneció como humo, y sólo quedó en el aire un olor como de incienso, o de hierro quemado.

Desde esa noche, Tommaso no dejó pasar un solo día sin ofrecer algo por su hermano. Y murió en paz, muchos años después, con la esperanza de encontrarse con Girolamo, ya vestido de luz, en la patria eterna.


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