En los antiguos días, cuando aún resonaban las voces de los falsos oráculos y la humanidad se dejaba seducir por signos y prodigios, los demonios se disfrazaban de sabiduría. Aprovechaban las Escrituras, robaban palabras de los profetas y, mezclándolas con ambigüedades, trataban de imitar la divina providencia. No hablaban por amor, sino por envidia del poder de Dios. Así robaban la apariencia de la profecía, sin tener su verdad.
El enemigo, conocedor de las Sagradas Escrituras, había comprendido lo que los libros de Isaías y Daniel anunciaban: que un joven llamado Alejandro conquistaría Asia entera y arrebataría el imperio a los babilonios para entregarlo a los griegos. Por eso, cuando Alejandro consultó al oráculo de Delfos, aunque la pitonisa no quería responder, fue forzada por una fuerza que no era de Dios, y exclamó:
—¡Invencible serás, Alejandro!
Entonces comenzaron a multiplicarse los signos: estatuas que sudaban, águilas que volaban sobre su cabeza en batalla, prodigios que pretendían confirmar el destino. Pero no eran más que engaños del demonio, que disfrazaba sus juegos como profecías.
Mientras tanto, su enemigo Darío, rey de los persas, era atrapado por sueños confusos que le daban falsa esperanza de victoria. Así jugaban con los hombres, aquellos espíritus caídos, provocando guerras y tragedias.
Del mismo modo, se había anunciado la caída de Tiro, la ciudad fuerte junto al mar. Isaías había dicho:
—¡Lamentad, naves del mar! Porque ha sido destruida la casa de donde veníais.
Los sabios decían que la tierra de Quitim, mencionada por el profeta, era Macedonia. Así, cuando Alejandro llevó sus ejércitos hasta Tiro, un mensajero se levantó diciendo que el dios Apolo abandonaría la ciudad. Y cuando la ciudad cayó, pensaron que el oráculo había hablado con poder, y la fama de los ídolos se afianzó entre el pueblo.
Pero los que conocían a Dios sabían que no eran dioses los que hablaban, sino demonios que se disfrazaban con palabras prestadas. Nada podían hacer que Dios no permitiera, y solo Él guía el curso de la historia.
Y así fue también con Creso, rey de Lidia, cuya caída fue anunciada por oráculos manipulados por el mismo enemigo. En su orgullo, Creso confió en sus riquezas y en la adivinación, y pretendió desafiar a Persia. Pero, tal como Dios lo había revelado por medio de Isaías, Ciro —el siervo del Altísimo, mencionado por su nombre en las Escrituras— sería quien acabaría con el imperio asirio y tomaría el poder con justicia.
Moraleja: A lo largo del tiempo, muchos han querido predecir el futuro, buscando señales en los cielos, en los ídolos, en los susurros oscuros. Pero el verdadero creyente no busca adivinos, sino que se arrodilla y ora. Porque solo Dios conoce los tiempos y los corazones, y su voluntad se cumple, aunque los demonios susurren lo contrario.
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